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El poeta rumano Lucian Blaga dijo alguna vez lo siguiente: “luego de haber descubierto que la vida no tiene sentido, solo nos queda darle alguno”

El poeta rumano Lucian Blaga dijo alguna vez lo siguiente: “luego de haber descubierto que la vida no tiene sentido, solo nos queda darle alguno”

Y es verdad, la existencia es demasiado cruda y efímera para asumirla tal como viene. Por eso nos inventamos cosas que nos ayudan a embolatar el olvido y la muerte que nos rondan. Las religiones (que se cuentan por miles) han cumplido con esa función desde tiempos inmemoriales. Pero ellas no son el único abrevadero de fe que tenemos. También está el patriotismo. El sentimiento de orgullo nacional opaca nuestras miserias colectivas y exalta nuestras glorias, creando así la sensación de que pertenecemos a un grupo social único, de gente virtuosa cuyas hazañas serán recordadas por siempre. Así como las religiones embolatan a la muerte, el patriotismo embolata al olvido.
Digo todo esto de la religión y del patriotismo pensando en el fútbol, que tiene tanto de lo uno como de lo otro. El fútbol es una especie de religión intrascendente, sin cielo y sin dios, pero con todas las demás connotaciones de la fe religiosa: exaltación colectiva (hinchada), catedrales (estadios), santa liturgia (partidos), cáliz de la consagración (la copa), pontificado (Fifa), sacerdotes (técnicos y comentaristas), santoral (Pelé, Maradona…), once apóstoles (jugadores), etc. Por eso Manuel Vázquez Montalbán dijo alguna vez que el fútbol es hoy la religión más extendida del planeta y Juan Villoro escribió un libro titulado Dios es redondo, para explicar su versión no pagana de este deporte.
La relación del fútbol con el patriotismo es todavía más fuerte. Los partidos del Mundial se viven como batallas en las que el honor nacional se pone en juego. Y no exagero: en Brasil la camiseta de la selección inspira más veneración que la bandera nacional y sus jugadores infunden una idea de unidad patria que ni siquiera el ejército logra. En el Mundial de 1970, Honduras y El Salvador se fueron a la guerra por un partido de fútbol. De otra parte, con frecuencia ocurre que los gobernantes se valen del fútbol para obtener el apoyo que no pueden lograr a través de sus programas de gobierno. En 1964 el general Franco celebraba los goles de su equipo contra la Unión Soviética como si fueran un triunfo de la libertad contra el comunismo y en 1978 los militares argentinos utilizaron las victorias de su selección para lavar la imagen que tenían de violadores de los derechos humanos.
Así pues, el fútbol es una fe nacionalista que se vive con intensidad, sobre todo por estas fechas, que son una especie de Semana Santa del balompié, en donde la gente se recoge para adorar a sus ídolos e invocar los triunfos.
¿Es eso bueno o malo para Colombia? Difícil decirlo. Pero puede que sí; aquí los mitos colectivos escasean y la falta de fe en el país parece hacer parte de nuestras NBI (Necesidades Básicas Insatisfechas). En estas condiciones, uno tiende a pensar que el fervor colectivo que produce el fútbol puede contagiar, para bien del país, a los protagonistas de la política y de la guerra y que este deporte espectacular de veintidós jugadores (así sea, como dijo Jorge Valdano, “lo más importante de lo que menos importa”) podría ser el impulsor de esa fe colectiva que el país necesita.
Ojalá fuese así, repito, aunque todo esto que digo está lleno de incertidumbre. Casi tanta incertidumbre como la que tengo hoy viernes, en el momento de entregar esta columna y sin saber cuál será el resultado del partido entre Colombia y Brasil que se juega esta tarde.

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