Patrias de papel
Mauricio García Villegas Agosto 29, 2015
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En medio de tanto discurso exaltado sobre la situación que se vive en la frontera con Venezuela recordé un pasaje de El mundo de ayer, uno de mis libros favoritos.
En medio de tanto discurso exaltado sobre la situación que se vive en la frontera con Venezuela recordé un pasaje de El mundo de ayer, uno de mis libros favoritos.
Allí cuenta Stefan Zweig que cuando fue al frente de batalla, en 1915, se encontró con un grupo de prisioneros rusos custodiados por soldados austríacos que se comportaban como camaradas, a pesar de ser enemigos. Tuve entonces la convicción, dice Zweig, de que aquellos hombres simples tenían de la guerra un sentimiento mucho más justo que nuestros políticos, intelectuales y poetas: sabían que la guerra “era una desgracia que se había abalanzado contra ellos y ante la cual no podían hacer nada y que todos los que habían caído en esa desgracia eran como hermanos”.
Guardadas las proporciones, tengo la impresión de que en la frontera colombo-venezolana pasa algo similar: los pobladores que allí habitan no solo se sienten iguales, sino que perciben los conflictos entre sus países como una calamidad.
Entre Cúcuta y Maicao existe un gran mercado ilegal que se alimenta de la porosidad de la frontera. Se calcula que allí hay unos 30.000 pimpineros que venden gasolina de contrabando, 6.000 de ellos en Norte de Santander. El contrabando de productos básicos, para no hablar de drogas ilícitas, no es menor. Por encima de estos cientos de miles de comerciantes pobres y de ciudadanos que simplemente aprovechan la diferencia cambiaria, operan las grandes mafias, que son más poderosas que los propios Estados. Toda esta ilegalidad funcionaba con relativa tranquilidad hasta que llegaron los problemas de desabastecimiento en Venezuela, originados en la incompetencia del régimen chavista.
En medio de esa situación ocurrió esta semana la expulsión despótica de los pobladores colombianos. La manera como fue tratada esta gente merece por supuesto todo el repudio de la comunidad internacional, del Gobierno y de la opinión publica. Esta es una prueba más de que el socialismo chavista no defiende a los pobres en general, sino a los pobres que lo apoyan. Los demás son tratados con barbaridad, peor aún si son colombianos.
Pero también hay que entender que lo ocurrido en la frontera no es un hecho aislado. Por el contrario, es algo ocasionado por la incapacidad de los Estados para controlar el mercado mafioso que prospera en buena parte de ese territorio. Por eso, no es que hoy tengamos algunos problemas en la frontera, como dice la ministra Holguín; es que la frontera misma es un problema: el de una región gobernada por dos Estados ineptos, uno de los cuales promueve la xenofobia para esconder su propia insolvencia.
Es por eso lamentable que este incidente, ocasionado por Nicolás Maduro y aprovechado políticamente por Álvaro Uribe, esté sirviendo para fortalecer los discursos populistas de estos dos líderes, ahora coreados por cientos de periodistas que quieren resolver el asunto, entre la zalamería y la cólera, como si estuvieran en un reality. Estamos a punto de romper relaciones diplomáticas y de que la mirada patriotera se imponga. Así llegaremos a la paradoja de una frontera en donde dos Estados fallidos (al menos allí) se pelean invocando sus respectivas patrias de papel. A nadie beneficiaría más esa ruptura que al uribismo y al chavismo, dos enemigos que, como sabemos, se fortalecen en la medida en la que se atacan.
Así pues, las víctimas de todo esto son los habitantes pobres de la frontera, que durante décadas, por no decir siglos, han vivido del contrabando, como parte de una misma cultura y de una misma nacionalidad híbrida. Son ellos, como diría Zweig, los que mejor entienden lo que está pasando allí: una desgracia contra la cual nada pueden hacer.