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El futuro de la humanidad podría estar del lado del cosmopolitismo, no del patriotismo, que hoy parece más una forma de egoísmo colectivo que de democracia popular.

El futuro de la humanidad podría estar del lado del cosmopolitismo, no del patriotismo, que hoy parece más una forma de egoísmo colectivo que de democracia popular.

En estos días dije, con la insolencia propia del extranjero, que Bélgica (un país que vive un conflicto agrio entre valones y flamencos) debería ser dividido en dos y cada parte agregada a un país vecino. De inmediato saltó una colega belga, indignada, para decir que ella se sentiría humillada si eso ocurriera. Yo sé que la cosa no es tan fácil (sobre todo por el problema de Bruselas, incrustada en territorio flamenco), pero también creo que lo que dije no fue un disparate.

Mi intención no era, sin embargo, proponer una solución para Bélgica, sino reaccionar contra lo que está ocurriendo en Cataluña, y que también puede ocurrir en Bélgica y en otras regiones prósperas de Europa, como Lombardía y Véneto en Italia, Escocia en Gran Bretaña, Córcega en Francia y el País Vasco en España. Esto sería algo así como una explosión del viejo continente en pedacitos. Freddy Heineken (el cervecero) propone justamente eso: crear 75 pequeños Estados de no más de diez millones de habitantes, de tal manera que cada uno corresponda a una cultura local.

Esa fragmentación va en contra de la historia, al menos de la historia europea que empezó a construirse después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo explicar eso? Hay muchos factores, pero se me ocurre que la economía puede estar jugando un papel decisivo.

En los siglos XIV y XV la burguesía capitalista impulsó la creación de Estados grandes y poderosos, para evitar la belicosidad que reinaba en la Edad Media entre entidades pequeñas, inseguras y pendencieras. La burguesía necesitaba territorios grandes, poblados y pacíficos para hacer buenos negocios. Los Estados nacionales no sólo consiguieron eso, sino que mejoraron las condiciones sociales de los habitantes, impulsaron grandes obras de infraestructura y crearon una cultura más universal y más incluyente.

Esos mismos mercados capitalistas están hoy globalizados y han adquirido tanto poder que son capaces de doblegar a los Estados. Es en este nuevo contexto, de debilidad estatal y de economía global, que algunas regiones ricas de Europa están considerando, instigadas por los patrioteros locales, que les va mejor siendo independientes.

Pero es poco probable que eso ocurra. Hubo una época en la que el capitalismo, el humanismo y la civilización caminaban de la mano, al menos en Europa, creando Estados grandes, incluyentes y solidarios. Las regiones más ricas ayudaban a las más pobres y todos los credos y las culturas tenían cabida en el territorio. Siguiendo ese curso de la historia, las personas de mi generación, cuando éramos jóvenes, creíamos que el futuro iba a traer consigo la formación de Estados más grandes, quizá continentales, en donde la inclusión, la paz y la solidaridad tuvieran un espacio aún más grande para desplegarse. No solo no ha pasado eso, sino que está pasando lo contrario; una especie de regreso al Medioevo, en donde cada región se cree única y no quiere depender de las otras, sobre todo cuando tienen más dinero. Alguien me podrá decir que la gran diferencia es que, en el Medioevo, esas regiones vivían en medio de la inseguridad y del conflicto.

Pues justamente lo que estamos viendo con Cataluña y con los demás que vienen en la lista, es un mundo más inseguro, menos capaz de resolver sus problemas (ecológicos, bélicos, poblacionales, etc.), más egoísta y más disperso. El patriotismo ha dejado de tener la fuerza desarrollista que tuvo hace un siglo o más y está causando más problemas que soluciones. Por eso es que, a juicio de muchos (entre los cuales me incluyo), el futuro de la humanidad está del lado del cosmopolitismo, no del patriotismo, que hoy parece más una forma de egoísmo colectivo que de democracia popular.

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