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Lo ocurrido en Tumaco en las últimas semanas es una prueba de que la violencia no solo depende de los acuerdos de paz, sino también del fortalecimiento del Estado local.

Lo ocurrido en Tumaco en las últimas semanas es una prueba de que la violencia no solo depende de los acuerdos de paz, sino también del fortalecimiento del Estado local.

La paz negociada es una condición necesaria, pero insuficiente para conseguir la paz en general. La otra condición (también necesaria e insuficiente) es la presencia legítima del Estado. Hoy, en la mitad del territorio nacional hay un Estado que solo existe en la letra de la ley, en la nómina oficial o en los mapas del Agustín Codazzi. Un Estado al que nadie le cree, ni siquiera los funcionarios públicos o los políticos que viven de él. Peor aún, es un Estado que propicia la violencia que él mismo combate sin éxito.

Mientras no exista un Estado eficaz en los territorios, la violencia, incluso la violencia política, seguirá presente. La razón es esta: sin eso, un Estado eficaz, todos los demás atributos del Estado, en particular la legitimidad, se vienen al piso.

La eficacia y la legitimidad del Estado son cosas distintas: puede haber instituciones eficaces que no son legítimas y viceversa. Pero solo pasa en la teoría jurídica; en la práctica, en cambio, ambas cosas se consiguen juntas y también se pierden juntas. Un Estado que se impone a través de la fuerza, sin conseguir la adhesión de la población, termina perdiendo la capacidad que tenía para imponerse. Y un Estado legítimo que no logra imponer el orden o someter a las organizaciones ilegales termina con una población que le pierde el respeto.

En los territorios de Colombia hemos tenido mucho de estas dos situaciones anómalas. La primera (eficacia sin legitimidad) ha sido promovida por una política pública fundada en la idea de que la construcción del Estado local se consigue enviando a las fuerzas armadas para que combatan a los violentos. Esta política ha fracasado, bien porque esas fuerzas no consiguen acabar con esos violentos o, peor aún, porque terminan, en medio del conflicto, aliándose con alguno de ellos. La segunda (legitimidad sin eficacia) ha estado amparada en una política según la cual el Estado local en los territorios se consigue organizando elecciones, descentralizando el poder o entregando subsidios a la gente.

Estas dos políticas han fracasado, y ese fracaso ha producido, en ambos casos, la desafección de la gente. Un Estado que abusa de su poder para gobernar es tan poco digno como un Estado que no tiene poder para gobernar.

Pero en Colombia muchos suelen creer que lo único que importa es la legitimidad. Si el gobierno es legítimo, se piensa, lo demás viene por añadidura: paz, progreso y justicia social. Tal vez por eso tenemos una tradición política que se escandaliza con la tiranía y se desentiende de la anomia.

Pero la falta de orden es una fuente de problemas tan grande o mayor que el despotismo. Un Estado legítimo que no es capaz de imponer el orden, que se deja engañar y sustituir por organizaciones ilegales, es un Estado que se pervierte, entre otras cosas, porque termina capturado por esas organizaciones y, por esa vía, pierde la legitimidad inicial que tenía. No solo eso, es un Estado que alimenta a sus propios enemigos, creando incentivos, económicos y políticos, para que otros hagan lo que él no hace: cobrar impuestos, impartir justicia, etc.

La ineficacia del Estado propicia el surgimiento de las organizaciones ilegales. Esto es lo que ha pasado en Tumaco. Su origen puede ser político o económico, poco importa, casi todas esas organizaciones terminan obedeciendo a ambos propósitos. Es por eso que en Colombia las empresas ilegales se politizan, para hacer más negocios, y las organizaciones políticas ilegales se vuelven negociantes, para hacer más política.

De interés: Estado de Derecho / Tumaco

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