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La semana pasada el Presidente y candidato Juan Manuel Santos dijo que “pensaría dos veces” antes de ordenar dar de baja a Timochenko.

La semana pasada el Presidente y candidato Juan Manuel Santos dijo que “pensaría dos veces” antes de ordenar dar de baja a Timochenko.

La semana pasada el Presidente y candidato Juan Manuel Santos dijo que “pensaría dos veces” antes de ordenar dar de baja a Timochenko. Esta declaración suscitó el rechazo de las FARC y la derecha uribista que la opinión pública evaluó solo como una estrategia –acertada o no- de las elecciones. Pero estas palabras, que no son otra cosa que la decisión del Estado de respetar el derecho a la vida de una persona, ¿son realmente tan cuestionables en medio de una negociación de paz que se adelanta en guerra?

Desde la perspectiva de la guerra, sí lo son. Como lo dijo Zuluaga, la duda del presidente es una muestra inaceptable de debilidad que no se compadece con la firmeza con la que los guerrilleros arrebatan la vida de militares y policías. Del mismo modo, como apuntó Iván Márquez, la duda revela un intento por mostrarse como un “perdonavidas” sin enfrentar las dificultades de la negociación. Para ambos, el propósito de ganar la guerra y defender al Estado debe supeditar el respeto del derecho a la vida. Además, la defensa de la vida de un jefe guerrillero, victimario de tantas personas, es una bandera por lo menos difícil de enarbolar. Quién sabe si no darle de baja signifique dar una ventaja para que él quite la vida a otros.

Desde la perspectiva del derecho a la vida y de los derechos humanos, sin embargo, creo que hay buenas razones para, al menos, pensar dos veces antes de decidir usar la fuerza contra otras personas. Advierto que no tengo en mente una defensa de Santos ni del guerrillero. Solo intento mirar la situación desde los deberes y obligaciones del derecho a la vida en el estado actual del conflicto y de las negociaciones en Colombia:

La primera es que el Estado, representado en este caso por el presidente, tiene el deber de respetar y garantizar el derecho a la vida, incluso de alguien como Timochenko. Aunque esto genere perplejidades por el personaje, desde el punto de vista normativo los derechos fundamentales operan como cartas contra las decisiones de la mayoría. Esto significa que ni un referendo en el que se decidiera por una amplia votación retirar a una persona la titularidad del derecho a la vida podría efectivamente hacerlo. Además, aunque algunos crean que el alcance de este derecho admite restricciones por cuanto su titular ha cometido graves violaciones de derechos humanos, lo cierto es que tener derecho a que le respeten la vida a alguien no depende de su prontuario, sino de su condición de persona, y esta se mantiene más allá de la bondad o maldad de sus comportamientos.

La objeción podría ser que estamos en medio de un conflicto armado. Pues bien. En segundo lugar, hay un creciente consenso a nivel internacional en relación con que los derechos humanos son aplicables de forma concurrente al derecho internacional humanitario y, por lo tanto, las consideraciones sobre el uso de la fuerza deben tratar de hacerse compatibles con el deber de respeto y garantía del derecho humano a la vida. Esto implica, para empezar, un análisis riguroso del principio de distinción –con base en el cual no se podría poner una bomba para acabar con la vida del guerrillero y la población civil que eventualmente le circunde-. Pero también exige considerar el derecho a la vida al aplicar el principio de proporcionalidad: si es posible someter a este guerrillero sin quitarle la vida, entonces es deber del presidente dudar de dar una orden en este sentido. En su lugar debería, por ejemplo, ordenar su captura.

Pero hay una tercera razón que tiene que ver con la posibilidad de un posconflicto. Para un país que se está preparando para un eventual acuerdo de paz, y que no sabe lo que es vivir sin guerra, parece conveniente y deseable aprender por lo menos la lección de pensar dos veces antes de agredir al contrario. Para la democracia, sería muy provechoso romper con la tradición ya aprendida de quitarle la vida al opositor ante el menor descuido y más bien intentar incorporarlo a los canales democráticos pese a los desacuerdos. Por supuesto, esta es una lección que debe aprender el Estado, pero también los demás combatientes.

Reconozco que esta conclusión puede sonar contraintuitiva o idelista frente a los horrores de la guerra. Pero ¿a qué le apuntamos en la paz si no a escenarios que hoy no existen? ¿Por lo menos a la reflexión previa a cometer una crueldad? Podríamos pensarlo de nuevo.

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