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Colombia es un país dividido por la geografía, por la historia y por las ideologías. Aquí los grandes consensos y los proyectos de sociedad han escaseado tanto como la nieve.

Colombia es un país dividido por la geografía, por la historia y por las ideologías. Aquí los grandes consensos y los proyectos de sociedad han escaseado tanto como la nieve.

Colombia es un país dividido por la geografía, por la historia y por las ideologías. Aquí los grandes consensos y los proyectos de sociedad han escaseado tanto como la nieve.

Los colombianos no tenemos una identidad nacional apoyada en ideales o en mitos fundadores; sólo tenemos un sentimiento nacional “de banderita” (como dice Jorge Orlando Melo), de cuya existencia es menos responsable el Estado que los canales nacionales de televisión y los emporios económicos que operan detrás de ellos.

Otros países, después de haber pasado por guerras civiles, revoluciones, catástrofes naturales u otros acontecimientos terribles, sacaron lecciones que les ayudaron a templar su carácter nacional y a valorar sus intereses colectivos, con lo cual lograron construir consensos fuertes y proyectos de sociedad. Nada de eso hemos tenido aquí. Nuestras guerras han sido tan parciales, lentas y atomizadas, como crueles y devastadoras. De ellas no hemos sacado lecciones históricas, ni extraído mitos fundadores. Al contrario, vistas en conjunto, esas guerras (como la actual) son una enorme tragedia nacional, con millones de muertos invisibles, sin héroes, ni mártires; sin panteón, ni monumento a los caídos.

En las últimas décadas, sin embargo, se han hecho esfuerzos por crear consensos perdurables a partir de principios y valores de largo aliento. La Constitución de 1991 es el intento más importante por lograr ese objetivo. Desafortunadamente, este documento fundador tiene muchos enemigos que no la dejan pelechar (algunos ocupando altos cargos en el Estado, como el procurador, y otros intentando, desde la política clientelista, tomarse las instancias de la justicia constitucional, como ocurrió esta semana con la elección del magistrado Alberto Rojas).

Hay, sin embargo, un cierto consenso, no pleno, pero que ha ido tomando fuerza en los últimos años. Me refiero al sentimiento de repudio a la guerrilla y, en particular, a las Farc. Ese repudio, dice Hernando Gómez Buendía, es lo más parecido que hemos tenido a un “proyecto nacional”.

Pero el sentimiento antiguerrilla esconde un gran disenso sobre la manera como éste debe traducirse en las negociaciones de paz que se adelantan hoy en La Habana. Mientras algunos hacen del repudio antifarc una reivindicación humanista contra el terrorismo y la violencia, otros lo convierten en un motivo de venganza. Los primeros piensan que la solución es un perdón establecido bajo unas ciertas condiciones de castigo, de reparación y de verdad. Los segundos, en cambio, conciben la negociación como un mecanismo para eliminar al contrincante y celebrar su aniquilación.

Yo comparto el repudio nacional a las guerrillas, a su ideología y a sus acciones. Pero estoy convencido de que ese consenso no basta y de que es necesario, además, que logremos evitar la tentación de venganza que palpita detrás de él. Una paz duradera con las Farc no se logra sin una pacificación previa de nuestros espíritus y de nuestro impulso de venganza. No digo esto por razones morales, sino por razones prácticas: si no logramos deshacer esa espiral de la venganza, a la que nos hemos acostumbrado con nuestras guerritas interminables y mezquinas, estaremos condenados a reproducir (otros cien años de soledad) esa violencia oscura e infame que envilece y extravía nuestro curso en la historia.

Hay algo peor que tener una guerra y es tenerla sin aprender nada de ella.

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