¿Por qué las mujeres cargan con los costos de la política de drogas?
Luis Felipe Cruz noviembre 3, 2015
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No hay nada más errático que una política centrada en perseguir a las piezas de fácil cambio en el negocio del narcotráfico.
No hay nada más errático que una política centrada en perseguir a las piezas de fácil cambio en el negocio del narcotráfico.
Estrategia de una lucha estéril que desconoce las condiciones de vida y las razones que motivan la decisión, de miles de mujeres en el hemisferio, de hacer parte de estas cadenas ilegales. Así como la “guerra contra las drogas” se construyó sobre las bases racistas, clasistas y moralistas de las sociedades del Siglo XX, en el Siglo XXI las políticas de drogas mantienen sus prejuicios acerca de las poblaciones económicamente excluidas.
La equivocada “guerra contra las drogas” generó la criminalización creciente de la población femenina que actúa como eslabón débil en la cadena del narcotráfico. Un documento del IDPC ha concluido que este incremento no se debe sólo al mayor involucramiento de las mujeres en el negocio, sino a un enfoque de la persecución penal sobre ellas, donde se reproducen los estereotipos de la mujer criminal.
En países como Nicaragua, Argentina, México y Ecuador (Ver gráfica, IDPC, p. 13) las mujeres apresadas por drogas representan más del 70% del total de mujeres recluidas en las prisiones. No obstante, la población presa en los sistemas penitenciarios es mayoritariamente masculina (en promedio 93%) lo que produce dificultades para los Estados en diseñar políticas con enfoque de género. Estas cifras son la parte despersonalizada del amargo precio que muchas mujeres involucradas a la cadena del narcotráfico deben pagar por los nimios o nulos beneficios que obtuvieron allí. Unos efectos que introduce la “guerra contra las drogas” en contextos familiares complejos donde se juntan violencias de género, pobreza y falta de acceso a trabajo digno.
La situación en Estados Unidos indica que dos tercios de la población femenina de las cárceles federales han sido apresadas por delitos no violentos relacionados con drogas (nonviolent drug offenses). Cifras que se incrementan debido a la figura de la conspiración, que les permite a las autoridades aplicar las draconianas leyes de drogas a las esposas de los microtraficantes, como si éstas fueran las que administraran los recursos del microtráfico. De otro lado, los datos confirman no sólo el sesgo racial y étnico en el sistema penal norteamericano, sino además su violencia contra las mujeres. A diciembre de 2013, la tasa de encarcelamiento para mujeres blancas era de 50 por cada cien mil, mientras que la tasa para mujeres negras se duplicó.
En Argentina, el perfil de las mujeres presas por drogas muestra que la mayoría son “jefas de hogar, de áreas humildes y en general extranjeras”. Es decir, la población femenina encarcelada en Argentina participaba en el negocio como correos humanos de droga, trabajo donde “aceptaron el riesgo de transportar sustancias en sus cuerpos y en sus equipajes a cambio de promesas de miles de dólares que en general nunca cobraron”.
La Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) ha trabajado en la visibilización de las consecuencias de la “guerra contra las drogas” para la población femenina. Historia como las de Lidieth, Sara y Johana, presas en Costa Rica, permiten ver lo común de encontrar mujeres que fueron llevadas al negocio porque no tenían el dinero para dar de comer a sus hijos, para pagar el arriendo, madres cabeza de hogar que fueron obligadas mediante intimidaciones y amenazas, e incluso mujeres con adicciones que recibían pagos por su labor con las drogas de las cuales dependían.
Dentro de la cárcel, la preocupación no es sólo el hecho de permanecer detenidas en un Centro de Reclusión, bajo un régimen estricto de disciplina, en el que no es admitido ningún tipo de protesta sobre las condiciones de hacinamiento, comida, la ausencia de servicios básicos, etc., sino también, la situación de separación con su familia, el abandono de los hijos e hijas (muchos de ellos aún son adolescentes), lo que deben hacer después de salir de la prisión y la manera de lograr un beneficio, que les permita salir pronto. Si la mujer, en nuestras sociedades, es la encargada de cohesionar a las familias, cuando entra a la cárcel su hogar desaparece, su círculo social deja de existir y sus hijos e hijas se dispersan entre familiares e instituciones de asistencia de los Estados.
Como el camino de ingreso de las mujeres al narcotráfico es la falta de trabajo y medios de vida digna, vale la pena preguntarse cuál es la situación de la pobreza femenina en la región. Los ingresos en general indican un fenómeno conocido como la feminización de la pobreza, donde cada vez son más las mujeres las que deben enfrentar condiciones adversas para superar esa situación de violencia económica.
Según la Directora Regional de ONU Mujeres, Luiza Carvalho, a pesar que la mujer ha entrado al mercado laboral de los países latinoamericanos superando el 55% de la tasa de empleo, tardará casi 75 años en lograr la paridad salarial. Es decir, el empoderamiento de las mujeres no es sólo una cuestión de participación en el mercado laboral, se deben nivelar los salarios cuanto antes. La situación es aún más preocupante cuando se sabe que de cada 100 hombres pobres hay 117 mujeres en la misma condición; además, el 31% de la población femenina no cuenta con ingresos propios, y dependen de su padre o marido, de acuerdo con el informe presentado por la CEPAL.
En conclusión, la razón por las que las mujeres cargan con costos desproporcionados de las políticas de drogas, es la posición que ocupan en nuestras sociedades. Situaciones donde las condiciones de vulnerabilidad aumentan la probabilidad de caer en las redes del tráfico. Situaciones como ser la encargada “natural” para el cuidado de las hijas e hijos, la cada vez más recurrente jefatura femenina del hogar (donde en no pocos casos el padre abandonó su obligación como co-proveedor de las rentas familiares), la desigualdad en el mercado laboral y el desinterés de los Estados por generar políticas de superación de la pobreza con enfoque de género.
De allí que en tiempos de discusión sobre alternativas al prohibicionismo, deban considerarse las consecuencias desastrosas de criminalizar las mujeres que actúan como piezas de fácil cambio en el negocio ilegal de la droga, para reubicar los esfuerzos estatales de un prohibicionismo perverso hacia un paradigma que supere las desigualdades de género. Un buen punto de partida sería un modelo de política pública que logre la paridad salarial.