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Ya se había abusado mucho del término “populismo” para calificar y descalificar a gobiernos y políticos de todo tipo. 

Ya se había abusado mucho del término “populismo” para calificar y descalificar a gobiernos y políticos de todo tipo. 

Pero cuando lo invoca el uribismo llamando a “reconstruir el país para impedir que caiga en manos del populismo irresponsable”, como trinó Carlos Holmes, y lo hace también Alejandro Ordóñez, queda claro que el término ha sido desfigurado hasta ser irreconocible. Porque si alguien cabe en una definición sensata de populismo son Ordóñez y Uribe, tanto como sus equivalentes al otro extremo ideológico, desde Nicolás Maduro hasta Rafael Correa.

Para devolverles el sentido a las palabras, hay que tomar distancia de lo que dicen los políticos y hacer algo de análisis político. Análisis que consiste, en buena parte, en la capacidad de trazar distinciones acertadas, como escribió Hannah Arendt.

Ese es el logro de un libro reciente, lectura recomendada para orientarse en el actual desorden nacional y global. En ¿Qué es el populismo?, Jan-Werner Müller muestra lo que tienen en común los gobiernos populistas que proliferan desde Venezuela hasta Rusia, de Ecuador a Estados Unidos, de Hungría a Turquía. No comparten un color ideológico (vienen de la izquierda y la derecha por igual) ni una política económica, sino una afirmación moral tan categórica como excluyente: que existe un “pueblo real”, que ellos son sus únicos representantes legítimos y que los demás son enemigos del pueblo.

“Chávez es pueblo” solía ser lema de campaña en Venezuela, una frase de insuperable parsimonia que captaba la identidad entre un líder y un pueblo supuestamente uniforme y unificado. Muerto el comandante, las tres palabras fueron reemplazadas por otras tantas: “Seamos como Chávez”. En la lógica populista, la política es un juego de todo o nada, un conflicto entre patriotas y enemigos de la madre patria, como solía decir el mismo Chávez.

Por eso Uribe y Ordóñez suenan tan parecido, son tan parecidos, a Chávez y Maduro. Sus contradictores no son eso, sino “enemigos de la patria”, “cómplices del terrorismo” o —en el colmo del cinismo cuando la acusación viene de dos clientelistas consumados— “élites corruptas”.

También son enemigos los medios y las instituciones que se interponen entre ellos y el pueblo. “Nosotros somos el pueblo; ¿quiénes son ustedes?”, le espetó Erdogan a sus críticos en Turquía, mientras avanzaba en su purga de más de cien mil funcionarios, maestros, jueces, académicos y periodistas independientes. De “enemigos del pueblo” tildó Donald Trump a los medios críticos que no se conforman con sus “hechos alternativos”.

De ahí que un test confiable para reconocer un populista es ver si altera la Constitución o la ley para tomarse las instituciones y los medios. Por esa vía, hoy en Ecuador no quedan tribunales ni organismos de control autónomos, porque Correa los cooptó uno a uno. Uribe llegó lejos hasta que lo atajó la Corte Constitucional.

Los populistas, en últimas, son antidemócratas. Es más: se valen de elecciones acomodadas y del lenguaje de la democracia para minarla. La conclusión de Müller queda como advertencia: el mayor peligro para la democracia hoy en día “viene desde adentro de la democracia: los actores políticos que la amenazan hablan el idioma de los valores democráticos”.

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