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¿Por qué creemos noticias claramente falsas? ¿Por qué millones piensan que el cambio climático no existe? ¿A qué se debe que tantos padres y madres no inmunicen a sus hijos, creyendo los mitos sobre los maleficios de las vacunas? ¿Cómo es que votantes de todo el mundo y todas las condiciones eligen gobernantes populistas que mienten a la luz del día?

¿Por qué creemos noticias claramente falsas? ¿Por qué millones piensan que el cambio climático no existe? ¿A qué se debe que tantos padres y madres no inmunicen a sus hijos, creyendo los mitos sobre los maleficios de las vacunas? ¿Cómo es que votantes de todo el mundo y todas las condiciones eligen gobernantes populistas que mienten a la luz del día?

En la columna anterior decía que hay dos respuestas: o el mundo perdió la razón o esos comportamientos no son tan irracionales. Tomaba partido por la segunda, echando mano de los hallazgos de sicólogos y otros científicos que han mostrado que esas inconsecuencias no son nuevas, sino parte de la naturaleza del homo sapiens.

Uno de esos sicólogos, Philip Fernbach, lo dijo sin rodeos hace poco: “los humanos no están bien equipados para distinguir los hechos de la ficción, y nunca lo estarán”. La causa de nuestra desventaja y credulidad congénitas es el mismo rasgo que nos aventaja frente a otros animales: nuestra notable capacidad para cooperar.

Nuestra racionalidad es social, compartida. Operamos complejos sistemas, como las redes de transporte, gracias a que confiamos en que los demás saben lo que hacen, ya sea diseñar un avión o conducir un vehículo.

De modo que nunca pensamos solos, como lo recuerda el título de un libro fascinante que Fernbach escribió con Steven Sloman. El problema es que nuestra dependencia de comunidades de conocimiento también nos hace vulnerables. Tendemos a creer lo que piensan los líderes o pares de nuestros círculos, aún cuando no entendamos bien el asunto de que se trate. Es más: creemos erróneamente que entendemos el problema, justamente porque confiamos en que los demás lo entienden. Y tendemos a descreer los datos que contradicen nuestras opiniones y a aceptar los que las confirman.

Nuestras mentes evolucionaron para reforzar la identidad de grupo de cazadores-recolectores que éramos, pero no para defendernos de las mentiras de las redes sociales, los medios y los políticos fabricantes de “hechos alternativos”, o los científicos dispuestos a manipular la verdad sobre asuntos como el cambio climático.

¿Qué hacer? Primero, reconocer nuestros sesgos y debilidades innatas. Acto seguido, contrarrestarlas con prácticas e instituciones diseñadas para ello. Por ejemplo, los experimentos muestran que las personas están más dispuestas a reconsiderar sus posiciones cuando se les pide que las justifiquen y terminan dándose cuenta de que sabían menos de lo que pensaban. Los sicólogos extraen una lección para los medios: en lugar de cultivar fuentes y opinadores escogidos por el volumen de su voz y su sectarismo, deberían apostarle a desmenuzar temas complejos, despejar mentiras y presionar a los entrevistados a explicar sus posiciones.

En la política, autores como Kenneth Rogoff proponen dar más tiempo y espacio para que los ciudadanos se informen, debatan e incluso cambien de opinión antes de votar sobre decisiones fundamentales. Para mitigar los riesgos de votos volátiles y desinformados como el brexit, proponen reglas interesantes como dobles vueltas y mayorías calificadas.

Falta mucho para que los humanos aprendamos a lidiar con nuestra peculiar racionalidad. Pero en esto, al menos, sabemos ahora que no sabemos tanto.

*Director de Dejusticia. @CesaRodriGaravi

 

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