Reconocer al buen ciudadano
Mauricio García Villegas Septiembre 9, 2011
|
Para empezar a resolver los problemas de un país hay que responder a la siguiente pregunta: ¿qué motiva el comportamiento de los seres humanos? Y ahí surgen dos respuestas posibles.
Para empezar a resolver los problemas de un país hay que responder a la siguiente pregunta: ¿qué motiva el comportamiento de los seres humanos? Y ahí surgen dos respuestas posibles.
Para empezar a resolver los problemas de un país hay que responder a la siguiente pregunta: ¿qué motiva el comportamiento de los seres humanos? Y ahí surgen dos respuestas posibles.
La primera dice que son las creencias y las emociones lo que explica que la gente se comporte de una manera o de otra. La segunda, en cambio, estima que lo que realmente motiva a las personas es su interés. Llamemos “culturalistas” a los primeros y “utilitaristas” a los segundos.
Ambas posiciones ven los problemas sociales (y sus soluciones) de manera diferente: los culturalistas suponen que todo se origina en ciudadanos inmorales y corruptos que han perdido los valores; los utilitaristas, en cambio, suponen que los males sociales provienen de ciudadanos avivatos que se aprovechan de instituciones mal diseñadas para obtener provecho. En el primer caso las instituciones son víctimas de ciudadanos malos, en el segundo caso las instituciones “dan papaya”.
En síntesis, los culturalistas explican todo a partir de la diferencia entre los buenos y los malos, mientras que los utilitaristas ven la cosa como un problema de incentivos positivos y negativos. Cada una de estas versiones puede caer con facilidad en la caricatura: los valorativos se vuelven moralistas y los instrumentales cínicos.
Llevamos años enfrascados en estas dos explicaciones y usted, amigo lector, no tiene que salir de estas páginas editoriales para encontrar voceros de cada una de ellas. Lo que yo creo es que ya es hora de matizar ese debate y, sobre todo, de evitar que la discusión se reduzca a un enfrentamiento entre moralistas y cínicos, como suele suceder hoy en día.
Sin excluir el hecho de que exista algo de razón en ambas visiones (las creencias, como los intereses, cuentan), cada vez hay más evidencias de que las personas no se guían tanto por patrones mentales predeterminados (como los valores o el interés) sino por algo mucho más banal y más espontáneo: el ejemplo. Los seres humanos somos imitadores. Nos comportamos de la manera como vemos que se comporta la mayoría. Cooperamos y somos altruistas cuando vemos que los demás se comportan de esa manera, pero nos volvemos egoístas e indolentes cuando sólo vemos egoísmo e indolencia a nuestro alrededor. Nunca nos saltamos una fila ordenada, pero cuando muchos se la saltan, adherimos a la consigna del “sálvese quien pueda”. Nuestra norma es la reciprocidad: una especie de justicia infantil que consiste en no hacer ni más ni menos de lo que los demás hacen. Algo así como “¿y por qué usted sí y yo no?”.
Un diagnóstico como éste cambia radicalmente la manera como enfrentamos los problemas sociales. Si nuestras creencias y nuestros intereses dependen de nuestra voluntad de reciprocar (qué palabra tan fea), la política pública no sólo debe sancionar a los ciudadanos malos (como lo hace hoy) sino que debe también exaltar la conducta de los buenos. Mostrar que muchos pagan puede mejorar más el recaudo de impuestos que aumentar las penas.
Escribo todo este rollo porque pienso que uno de los posibles efectos negativos de la política actual de destape de la corrupción (liderada, con razón, por el presidente Santos) es el de difundir la falsa idea de que este es un país de avivatos en donde nadie cumple nada y en donde todo se lo roban, con lo cual se desencadenan, por el efecto de imitación mencionado, comportamientos masivos de desacato y corrupción.
Lección de todo esto: no sólo hay que educar a la gente (moral social) e imponer sanciones (incentivos negativos) sino que también hay que reconocer el hecho de que hay buenos ciudadanos y que ellos son la mayoría.