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Las reformas son menos apasionantes que las revoluciones. Reclamar desde un micrófono “¡que se vayan todos!” gana más audiencia que un desabrido titular sobre reformar la justicia.  

Las reformas son menos apasionantes que las revoluciones. Reclamar desde un micrófono “¡que se vayan todos!” gana más audiencia que un desabrido titular sobre reformar la justicia.  

Superada la tentación del borrón y cuenta nueva —que habría podido desembocar en la constituyente que siempre ha querido el uribismo para desmontar la Constitución del 91—, lo que sigue es pensar cómo canalizar la justificada indignación por las repercusiones del caso Pretelt para hacer los ajustes largamente aplazados; cómo aprovechar el momento revolucionario para hacer las reformas estructurales que han sido imposibles en circunstancias normales. Entre la revolución y las reformas existe el camino de las reformas revolucionarias, como escribió André Gorz.

Las reformas de este tipo requieren herramientas de precisión: un bisturí, digamos, en lugar de un hacha. Hay que operar con la velocidad y la decisión del cirujano para no perder la ocasión, pero con la prudencia de un diagnóstico previo y una discusión de las alternativas.

Algunos de los cambios anunciados tras la reunión entre el Gobierno y las cortes son un buen comienzo. Hay que someterlos a una discusión juiciosa pero ágil, que considere los riesgos y alternativas.

El primer eje del debate es la separación entre justicia y política. Aquí el Gobierno recogió propuestas indispensables de la sociedad civil, como eliminar la capacidad nominadora de las cortes y transparentar la postulación y elección de magistrados. Quedan preguntas difíciles: ¿cómo evitar que la separación sea tan tajante que organismos como la Corte Constitucional, que deciden asuntos de importancia política fundamental, queden totalmente aislados del proceso político? Habría que buscar una solución mixta, como la elección de magistrados por cooptación, de candidatos nominados con participación del Congreso y la Presidencia.

El segundo eje son las reglas sobre transparencia y probidad de las cortes, incluyendo la eliminación del “yo te elijo, tú me eliges”, la prohibición de litigar ante la corte de la que se ha sido magistrado, la publicidad de la selección de casos y la publicación ágil de los fallos. En este frente los dilemas institucionales son menos complejos y las medidas, menos controvertidas.

El último eje es el juzgamiento de los altos funcionarios, incluyendo los magistrados. Aquí los interrogantes son numerosos. ¿Qué facultades tendría el tribunal de aforados que se encargaría de esta tarea? ¿Cómo lograr que sea eficaz sin convertirse en un supertribunal que se imponga sobre las demás cortes? ¿O que sea controlado por el Gobierno? La propuesta del presidente Santos es insuficiente: habría que darles fuero a menos funcionarios y más “dientes” al tribunal para que sancione, pero a la vez prohibirle que castigue a las cortes por la interpretación que hagan del derecho.

No hay soluciones acabadas a estas discusiones; son dilemas existenciales en todas las democracias. Pero es mejor emprender la tarea difícil de las reformas imperfectas y de fondo, que pedir cambiarlo todo para que nada cambie.

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