Religión y política: ¿oposición o encuentro?
Dejusticia Diciembre 28, 2022
El objetivo de una democracia radical que reconozca a la religión como un actor político no es erradicar el saber religioso, sino multiplicar los espacios en los que estas relaciones de poder están abiertas a la contestación y crítica democrática. | EFE
Aceptar el poder movilizador de la religión, la forma en cómo interactúa en la política y cómo efectivamente es un actor político que interviene en los procesos democráticos y en nuestra cotidianidad, es la vía para incluir lo religioso en lo público.
Aceptar el poder movilizador de la religión, la forma en cómo interactúa en la política y cómo efectivamente es un actor político que interviene en los procesos democráticos y en nuestra cotidianidad, es la vía para incluir lo religioso en lo público.
Por Andrea Forero, investigadora de Dejusticia.
Comienzan las festividades navideñas en el mundo católico: las ciudades se pintan de colores y conviven al mismo tiempo árboles que alumbran el hogar, villas frías y nevadas inspiradas en Papá Noel y pesebres que anuncian el nacimiento de Jesús. La religión parece convertirse, por un par de semanas, en el aglutinante social por excelencia de las familias y la posibilidad de celebrar esta fecha desde diferentes creencias religiosas se hace realidad gracias a un Estado laico que no prohíbe la libre elección de un credo sino que, de hecho, lo garantiza. La laicidad así concebida tiene más bondades que problemas, sin embargo, esto no es lo único por lo que propenden los Estados laicos. Otro de los aspectos que caracterizan la laicidad tiene que ver con la noción de dirigir la religión al ámbito privado y es a partir de esto que surge un problema fundamental: la imposibilidad de considerar lo religioso como un actor público que tiene posturas políticas con las que se debe debatir.
Generalmente, pensamos que la religión en el espacio público llega únicamente hasta donde lo hacen las expresiones personales de la fe que cada creyente profesa. Incluso, podríamos pensar que su máxima expresión en nuestra cotidianidad son los más de diez festivos en Colombia que conmemoran feriados religiosos. La navidad, semana santa y las tantas conmemoraciones a los santos en efecto sí podrían decirnos que aún mantenemos un espacio privilegiado para la religión, quizás sin darnos cuenta de ello.
Pero comprender la filtración de la religión en lo público se complejiza más allá de los festivos de descanso y de la coexistencia de diferentes creencias en un mismo país. En parte, esta complejidad se la debemos a que lo privado ya no es apolítico, todo lo contrario, hemos llevado al debate temas que antaño se consideraban terreno privado como la sexualidad, la familia y el cuerpo; o el retorno de la moralidad y la ética dentro de los análisis políticos. Precisamente, en esta fusión de lo público y lo privado entra la religión a filtrarse en los espacios públicos que, si nos cerráramos totalmente a pensarlo como algo más allá del ámbito privado como nos lo dice la laicidad, no podríamos ni siquiera identificar. Es tan palpable la difuminación de fronteras que incluso existen algunas organizaciones populares que reconocen un nivel de religiosidad importante en sus agendas de incidencia política.
Para entender esta disolución de lo público y privado basta con observar, por ejemplo, las movilizaciones evangélicas en países como Argentina, Perú, Chile y Colombia, que se manifiestan activamente en contra de la inclusión de políticas de educación con enfoque de género, salud sexual y reproductiva, planificación familiar, derechos de la comunidad LGTBIQ+, aborto o fecundación in vitro: todas éstas, cuestiones que solían considerarse como parte de la esfera privada y que gracias a los movimientos feministas han cobrado una vitalidad política dentro del debate público. En estos casos, el orden religioso moviliza una postura conservadora en términos de la autonomía de la mujer y los derechos sexuales y reproductivos sobre su cuerpo. De manera similar, vale la pena recordar el dramático momento en que la campaña religiosa durante la votación del plebiscito del Acuerdo de Paz con la exguerrilla de las FARC-EP en Colombia salió victoriosa, dando como resultado el No en 2016.
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Si bien es cierto que los ejemplos de incidencia religiosa en lo político sostienen posturas antiderechos como las que acabamos de describir, su participación en lo público no se excluye absolutamente a ello. De manera interesante, algunas interpretaciones religiosas que beben de la ideología góspel se han convertido en el bastión moral de movilizaciones sociales que militan activamente en contra de las desigualdades socioeconómicas de comunidades vulnerables y marginadas históricamente. El caso de la diócesis de Buenaventura es ilustrativo al respecto y da cuenta de la legitimidad que otorga el poder religioso a manifestaciones políticas en contra de los problemas estructurales de pobreza y abandono que sufre el pacífico colombiano. Aquí, la religión se erige en contra de la idea de sacrificio y padecimiento que lleva a pensar en la religión como vía para la salvación y se convierte en el poder contrahegemónico que apoya las demandas populares en contra de los pueblos que cargan con el peso colonial de la desigualdad.
Los ejemplos pueden ser muchos, pero la idea detrás de ellos es que, bien sean posturas conservadoras o progresistas, la religión es un actor político con una incidencia que no podemos menospreciar ni mucho menos relegar a la esfera privada. La neutralidad frente a lo religioso que nos insta a personificar la laicidad es fundamental para la pervivencia de las diversas expresiones religiosas en el ámbito personal, pero es insuficiente al momento de hablar de la relación entre política y religión.
Lo que trato de plantear con esto, es que la tajante división entre lo público y lo privado y el Estado y la religión pertenece a otra época que no nos corresponde. Nos encontramos en lo que podría denominarse un “tiempo postsecular”, es decir, un tiempo en el que al estar más allá de los principios que fundaron la laicidad, debe repensarse la idea de asignarle a la religión el espacio privado de la fe personal. Una vez saquemos a la religión de ese espacio privado podremos identificar claramente las redes de movilización política que crea la soberanía religiosa en la sociedad.
Aceptar el poder movilizador de la religión, la forma en cómo interactúa en la política y cómo efectivamente es un actor político que interviene en los procesos democráticos y en nuestra cotidianidad, es la vía para incluir lo religioso en lo público y una vez alejado de la penumbra, combatir sus posiciones retardatarias y conservadoras a plena luz del día. El objetivo de una democracia radical que reconozca a la religión como un actor político no es erradicar el saber religioso, sino multiplicar los espacios en los que estas relaciones de poder están abiertas a la contestación y crítica democrática. De manera que, vale la pena celebrar los feriados religiosos con total autenticidad, no sin antes olvidar que esta es solo su cara amable y que su filtración en la esfera pública se moldea más allá de las luces, la celebración y el descanso.