Rencores enconados
Mauricio García Villegas mayo 10, 2014
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García Márquez dijo alguna vez que el secreto de un matrimonio feliz estaba en no dialogar sobre los conflictos de pareja; es mejor irse a dormir sin hablar del asunto, decía.
García Márquez dijo alguna vez que el secreto de un matrimonio feliz estaba en no dialogar sobre los conflictos de pareja; es mejor irse a dormir sin hablar del asunto, decía.
En sentido similar, Alphonse Allais, un escritor francés, señalaba esto: “Yo lo que hago es taparle la boca con un beso detrás de la oreja”. A mi juicio, esta estrategia del silencio funciona cuando los cónyuges se quieren mucho, pero no creo que sirva en todos los matrimonios. De lo que estoy seguro es de que no sirve para sanar las heridas entre personas que no están ligadas por el afecto sino por otras cosas, como los negocios, el trabajo, el espacio público, etc. Lo peor que puede ocurrir en estos casos es dejar pasar el tiempo sin hablar. Los reproches que no se dicen se enconan, como las heridas que no se lavan. Con mucha frecuencia, el rencor, para seguir con la metáfora médica, no es otra cosa que una desconfianza mal tratada.
Claro, no basta con dialogar, también tiene que haber cierto respeto y cierta disposición a resolver los problemas, sin lo cual las palabras pueden servir de más leña para el fuego. No sólo hay que hablar; hay que estar dispuesto a dejarse convencer.
Colombia es un país con un tejido social muy maltrecho, en donde las relaciones sociales están marcadas por la desconfianza. Según la Encuesta Mundial de Valores, el 95% de los colombianos piensa que se debe ser muy cuidadoso al tratar a la gente, mientras que sólo un 4% reporta que se puede confiar en la mayoría de las personas. No dispongo de cifras, pero tengo la impresión de que aquí hay una correlación fuerte entre desconfianza y poca disposición al diálogo. Incluso en los ámbitos académicos, que son los que mejor conozco y en donde se supone que los argumentos y las palabras cuentan mucho, es muy común ver amistades destrozadas por pequeñeces e incluso convertidas en odios incurables que se habrían podido evitar con una conversación a tiempo.
Una consecuencia directa de la falta de diálogo entre los querellantes es la difusión del chisme y la maledicencia, que en Colombia son una especie de deporte nacional. Aquí el rencor crece menos por los motivos que da la contraparte que por la práctica de la denigración.
Pero donde más estragos produce la mezcla de desconfianza y aversión al diálogo honesto es en el mundo de la política. Durante los últimos años hemos sido testigos de las hostilidad entre el expresidente Uribe y el presidente Santos, dos personas con ideologías tan cercanas como lejanos son sus estilos y sus maneras. Si esa pelea es tan agria y ha llegado tan lejos en el odio es, a mi juicio, porque la gente la ve como algo normal. Si fuera vista con repulsión, estos dos personajes, que piensan y obran según la marea de las encuestas, ya habrían puesto de lado sus diferencias.
Otra prueba del poco aprecio que tenemos por el diálogo es la actitud pasiva e incluso indiferente que hemos adoptado ante la decisión de los actuales candidatos a la Presidencia de evadir el debate público. Nada de esto ocurre en una democracia seria, en donde los debates presidenciales transmitidos por la televisión son, ante todo, vistos como un derecho de los ciudadanos.
Nada de extraño tiene, entonces, que, así como en las relaciones sociales el diálogo suele ser reemplazado por la habladuría maledicente, en política el debate esté siendo reemplazado por el insulto y los agravios personales (a todo lo cual se suma, para agravar el asunto, que los escándalos parecen bien fundados).