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La insensibilidad frente a la injusticia social y el dogmatismo son, a mi juicio, dos grandes obstáculos ideológicos para el desarrollo de América Latina.

La insensibilidad frente a la injusticia social y el dogmatismo son, a mi juicio, dos grandes obstáculos ideológicos para el desarrollo de América Latina.

La indolencia social de las clases dirigentes y de los ricos ha hecho de éste el continente más desigual del mundo. De otra parte, el dogmatismo y la intolerancia frente a quienes piensan distinto es algo que carcome el debate público y menoscaba los sistemas democráticos. Si quieren que sea más concreto les pongo nombres a esas dos actitudes: extrema derecha y fundamentalismo religioso; es cierto que no son las únicas, pero son las más visibles y poderosas. Más aún, entre ellas existe una atracción recíproca: mucha gente en la de derecha se siente cautivada por el dogmatismo religioso y viceversa.
Por fortuna, en América Latina también hay otras maneras de ver el mundo. A los políticos de extrema derecha, que promueven la injusticia social, se oponen los políticos de izquierda, y a los fundamentalistas religiosos, que promueven la intolerancia, se oponen los liberales de pensamiento. Pero estos antídotos no son suficientes para contrarrestar el poder que la injusticia social y el dogmatismo tienen entre nosotros. Y no lo son porque entre la izquierda y la tolerancia parece haber menos atracción recíproca que entre la derecha y el dogmatismo. No sólo hay muchos dogmáticos seudorreligiosos en la izquierda; también hay muchos librepensadores a los que les importa un pito la injusticia social.
Digo todo esto pensando en lo que está ocurriendo en Venezuela. La Revolución Bolivariana tenía buenos propósitos de justicia social e inclusión política. Pero para lograr estos objetivos los chavistas se inventaron un socialismo tan chabacano y vaporoso en su contenido como intransigente y sectario en su práctica. Como buenos dogmáticos, los chavistas adaptaron la realidad a sus creencias y no sus creencias a la realidad; según ellos, si sus recetas económicas fracasaban, era por culpa del imperialismo gringo y no por estar mal diseñadas, como de hecho ocurre. Con esta actitud el chavismo no sólo terminó dividiendo a la sociedad (al mundo) entre amigos y enemigos, sino destruyendo el aparato productivo y la capacidad administrativa y técnica del Estado.
Pero la Revolución Bolivariana no sólo es un ejemplo fabuloso de incompetencia técnica y administrativa, sino también de fundamentalismo religioso. Así lo demuestra la condena a ultranza de sus opositores, tratados como encarnaciones del mal (recuerdan lo de “míster danger”) y la santificación de sus líderes, empezando por Simón Bolívar y Hugo Chávez, quienes, dicen, están en el Cielo guiando a sus discípulos en Caracas. A tal punto llega el delirio místico-revolucionario que Nicolás Maduro dijo hace poco lo siguiente: “Cristo redentor se hizo carne, se hizo nervio, se hizo verdad en Chávez”.
En lugar de redentores iluminados, en América Latina necesitamos más gobernantes de izquierda (también de derecha) que sepan dudar (de ellos mismos, para empezar), que aprendan a oír a sus críticos, a tolerar a sus contradictores, que se dejen aconsejar por los expertos, que aprendan las minucias de la administración pública (no sólo de la ideología) y que consigan buenos resultados económicos.
Lo que intento decir es que en América Latina no sólo necesitamos más revoluciones económicas, que acaben con las injusticias sociales, sino también más revoluciones intelectuales que acaben con el dogmatismo y la intolerancia. Y sobre todo, necesitamos que ambas cosas ocurran en cabeza de la misma gente.

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