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Desde la semana pasada, mi página principal de Facebook ha estado repleta de entradas sobre un grupo de personas que hasta ahora no habían logrado llegar a la conciencia pública: los Rohingya.

Desde la semana pasada, mi página principal de Facebook ha estado repleta de entradas sobre un grupo de personas que hasta ahora no habían logrado llegar a la conciencia pública: los Rohingya.

Gente común y corriente, que nunca antes había escuchado ese nombre, están expresando su indignación frente al “ping pong marítimo” de más o menos 6.000 inmigrantes Rohingya y bangladeshíes que han estado a la deriva en el mar Andaman – muriéndose de hambre y tomándose su propia orina en barcos no aptos para navegar o “féretros flotantes”.

La difícil situación de los Rohingya, una etnia musulmana minoritaria en Burma, no es nueva. Han sufrido durante décadas la represión de la mayoría budista con base a su religión y etnicidad. En los últimos tres años, un estimado de 120,000 musulmanes Rohingya han huido de Burma. Es solo ahora, con el abandono de varios botes por sus tripulaciones después de un campaña contra las pandillas traficantes por parte de Tailandia, que los números se han vuelto difíciles de ignorar, capturando por fin la atención del mundo.

En Burma, la palabra “Rohingya” no existe oficialmente. Desde 1982 la Ley de Ciudadanía, que limita la ciudadanía a la lista de grupos étnicos que están en la lista, excluye a los Rohingya como un grupo étnico oficial de Burma. Esta minoría de 1.4 millones de personas es referida peyorativamente, en cambio, como “inmigrantes ilegales” o “bengalíes”, a pesar de que han vivido en Burma por siglos. El gobierno  dijo incluso que no iría a la reunión de emergencia convocada por Malasya si la palabra “Rohingya” se usaba. Un representante del presidente dijo, “Si reconocemos ese nombre, entonces pensarán que ellos son ciudadanos de Myanmar… Myanmar no puede asumir toda la culpa por estas personas que ahora están en el mar. Necesitamos (soluciones) a largo plazo y esto no puede explicarse simplemente al decir que Myanmar es la fuente del problema. Una solución a largo plazo se necesita.” Incluso el ícono de la democracia Aung San Suu Kyr ha sido ridiculizada a nivel internacional por su continuo silencio en el asunto y por incluso no llamarlos por su nombre.

¿Qué hay en una palabra? Aung San Suu Kyi lo dijo elocuentemente ella misma: “Las palabras nos ayudan a expresar nuestros sentimientos, recordar nuestras experiencias, concretar nuestras ideas, empujar hacia fuera las fronteras de la exploración intelectual. Las palabras pueden mover corazones, pueden cambiar percepciones, pueden iniciar movilizaciones poderosas de naciones y personas. Las palabras son una parte esencial de la expresión de nuestra humanidad.”

Para Burma, usar el nombre “Rohingya” es equivalente a reconocer que ellos existen como un grupo étnico burmés y que por lo tanto merecen derechos de ciudadanía. Tal vez también le da algún sentido de seguridad a la mayoría budista negar que ellos sean burmeses, dado el anterior e insostenible miedo existencial de que los Rohingyas se estén tomando el país. En efecto, nombrar puede proveer un sentimiento de paz pero en otros contextos puede matar también. Es como lo que hacemos con las cosas cotidianas de nuestras vidas – a menos que nombremos un problema, este simplemente no existe. Es hacer a alguien invisible; pintar la persona como un “Otro” – indigno de nuestra preocupación o culpa. Elie Wiesel, una reconocida autora judía que vivió los horrores de un campo de concentración, ha dicho que “mantenerse en silencio e indiferente es el peor de los pecados.” En el caso de los Rohingya, no solo hay silencio que alimenta la apatía, sino una negación activa que le quita a los Rohingya su humanidad.

Este mismo poder destructivo del nombrar puede verse en el caso de los cientos de inmigrantes africanos escapando hacia Europa, muchos de los cuales mueren en el mar mediterráneo. Katie Hopkins, una columnista Británica controversial, ha llamado a los inmigrantes «cucarachas” y le pidió al gobierno que use barcos de guerra para evitar que los inmigrantes desembarquen en las costas europeas. La sociedad de abogados negros de Inglaterra reportó estas afirmaciones ante la policía como incitadores del odio racial, argumentando que sus palabras hacen eco de cómo los Hutus se refirieron a los Tutsis en el genocidio que dejó entre 500.000 a un millón de muertos.

Lo que ha dificultado que los países vecinos de Myanmar reciban a aquellos en el mar es su miedo de que miles más se vayan a sus tierras. Los Rohingyas seguirán viniendo. Seguirán montándose en esos botes, asumiendo el riesgo de la muerte en el mar por renunciar a cierta aniquilación en casa – hasta que se resuelva la raíz del problema. El gobierno burmés tiene que reconocerlos como Rohingya, y tiene que reconocerles todas las protecciones y derechos que vienen con ello. La solución a largo plazo de la que habla Burma yace en Burma y no en sus vecinos.

Por crudo que suene, este es el beneficio inesperado de la crisis actual. Todo el mundo está aprendiendo sobre los Rohingya, llamándolos así, y tomando una posición. Burma ha sido bañado con alabanzas últimamente, que han venido en forma de levantamiento de sanciones y de oportunidades económicas sin precedentes, desde su apertura en el 2012. Su gobierno no es inmune a la comunidad internacional, prospera de ella. Si Aung San Suu Kyi y quienes hacen las políticas públicas no los llaman por su nombre, todos los de afuera pueden – y con suerte el ruido podrá liberar a los Rohingya.

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