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Drogas, Iván duque, Coca

Basados en este impreciso diagnóstico, el gobierno se lanza supuestamente al futuro con una declaración que es tan irónica que causa risa “La guerra contra las drogas no se ha perdido. ¡Estamos listos para combatir!”. | Martín Alipaz / EFE

El gobierno lanzó en diciembre una política de drogas que enuncia “futuro”, pero en realidad solo anuncia la insistencia de viejas y fallidas estrategias.

El gobierno lanzó en diciembre una política de drogas que enuncia “futuro”, pero en realidad solo anuncia la insistencia de viejas y fallidas estrategias.

En diciembre el gobierno anunció con gran alarde el lanzamiento de la nueva estrategia integral contra las drogas “Ruta Futuro”. A pesar de tanto bombo en las noticias y redes sociales, la política como tal no se ha publicado en la página web del Ministerio de Justicia y el Derecho, y el anuncio de un ABC de la Ruta Futuro es un enlace roto. No hablaré de la política, pues aún no se divulga su contenido completo, sino de la narrativa que este gobierno construye en torno a las drogas.

Conocemos entonces solo un resumen de la política, que anuncia que se basará en cinco pilares —disminuir el consumo de drogas, atacar la oferta de drogas, desarticular las organizaciones criminales, afectar las economías y rentas del crimen organizado, y transformar los territorios en el tránsito hacia las economías lícitas—. Estos pilares en sí mismos no son problemáticos, pues es claro que las actividades ilegales son un factor desestabilizador para cualquier país, y un gobierno tiene la obligación de responder con políticas públicas a las necesidades de salud, desarrollo, y justicia de las poblaciones que se involucran con las drogas. El problema de esta promesa de futuro, es que parte de una premisa del pasado que se ha mostrado estar errada: “las drogas son nocivas y la manera de abordarlas es con la represión”. Esta premisa adolece de dos problemas graves: (i) ante unas sustancias peligrosas, la solución que debe dar el Estado es regular las sustancias, a través de controles estrictos, para proteger la salud, tal como lo hace con el alcohol y el tabaco; y (ii) desconoce los llamados problemas de las drogas son a menudo manifestaciones de otros problemas estructurales: por ejemplo, el problema de la coca es espejo de un problema de pobreza rural.

Basados en este impreciso diagnóstico, el gobierno se lanza supuestamente al futuro con una declaración que es tan irónica que causa risa “La guerra contra las drogas no se ha perdido. ¡Estamos listos para combatir!”. A nivel global, se estima que esta guerra cuesta 100 mil millones de dólares cada año: es decir, 320 billones de pesos colombianos, 85 billones de pesos por encima del presupuesto general de la Nación de 2018. Estos recursos podrían invertirse en garantizar el derecho a la salud, al medio ambiente sano, y a unas condiciones de vida digna. Cabe preguntarse: ¿hasta cuándo podremos seguir combatiendo fútilmente las drogas, marginando campesinos cocaleros, personas usuarias de sustancias psicoactivas, causando tanto sufrimiento? ¿cómo hacemos para salir de esta absurda inercia, de esta absurda guerra?

Pero más allá de las fronteras colombianas, el gobierno desconoce años de debate público internacional, nutrido por académicos, políticos, diplomáticos, que claman que la guerra contra las drogas es una estrategia fallida con altos costos en derechos humanos. Este año el Consorcio Internacional de Política de Drogas presentó el informe “Balance de una década de políticas de drogas”, que concluye que al cumplirse diez años de la Declaración Política y el Plan de Acción de 2009, no solo no se han alcanzado las metas de reducción de oferta (aumento global del 125% de los cultivos de amapola y  30% de cultivos de coca), sino que se han generado costos enormes por la represión a los mercados, en particular, con un crecimiento desproporcional de la población carcelaria mundial, donde una de cada cinco personas privada de la libertad lo está por delitos de drogas, en gran parte, delitos de posesión simple de sustancias ilegales.

Sorprende la desconexión del gobierno con el proceso UNGASS 2016, liderado por Colombia desde la Cumbre de las Américas de 2012, y que se cerró con un documento de resultados que llama a las partes a alinear las estrategias de la Agenda de desarrollo sostenible 2030 con las metas del control de drogas y subraya las interconexiones entre los derechos humanos y la política de drogas. Sorprende esto además en un contexto en el que los Estados se congregarán en el 2019 en la sede de UNODC en Viena para definir el futuro de la política de drogas —la renovación del Plan de Acción de 2009, o la adopción del documento UNGASS 2016 en su reemplazo—. Sería poco serio de Colombia a estas alturas cambiar el discurso de Estado en el escenario multilateral y tomar una línea dura contra las drogas.

Volvemos entonces a un oscuro pasado bajo esta promesa de ruta al futuro. Durante el gobierno de Santos no se reformaron las políticas de drogas, la prohibición seguía siendo la regla, pero al menos en la narrativa avanzábamos hacia el reconocimiento del fracaso, un fracaso que se muestra en los daños por la fumigación aérea a los cultivos, la represión sistemática y extensiva a las personas que usan drogas, el patrullaje discriminatorio de la policía en el espacio público, y la desatención a las estrategias de reducción de daños. El pasado que hoy revive se apropia de nuevo de la narrativa beligerante contra las drogas, de la narrativa anti-narcóticos que señala en las sustancias psicoactivas la culpa de todos los males. En ese pasado, al que este gobierno quiere regresar, resulta imposible ver la manera como la guerra misma es la que ha causado daños iguales o más graves que las drogas: encarcelamiento masivo, contaminación de ríos y bosques por cuenta del glifosato, marginación de personas que usan drogas, y muertes evitables por consumo de sustancias ilícitas. Después de nombrar por años el sufrimiento causado, la necesidad de examinar las políticas de drogas y dar un debate honesto sobre sus resultados, parece que volveremos a repetir un discurso de la prohibición y a reanudar el compromiso con una guerra, como si la guerra, precisamente, fuera lo que el país necesitara ahora. Contra toda evidencia, la Presidencia se sostiene en decir que esta no es una política fallida, ni una lucha perdida. Y así, perderemos cuatro años más, agravando el sufrimiento de quienes se involucran con las drogas, y perdiendo la oportunidad histórica de dar un debate franco sobre la necesidad de regular estrictamente todas las sustancias psicoactivas.

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