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El señor Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior de España, concedió esta semana la medalla al mérito policial a la Virgen de Nuestra Señora María Santísima del Amor.

El señor Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior de España, concedió esta semana la medalla al mérito policial a la Virgen de Nuestra Señora María Santísima del Amor.

El ministro, quien es un fervoroso creyente y miembro del Opus Dei, se refiere a “la dedicación, el desvelo, la solidaridad y el sacrificio” de la Virgen, pero no aclara qué fue, en concreto, lo que ella hizo para merecer esa condecoración. Sea lo que fuere, el hecho es que para Fernández Díaz la suerte de su ministerio no depende sólo de él, sino también de la intervención de la Virgen María; intervención que él, por su fe, tiene el privilegio de conocer.
Podría continuar esta columna diciendo que el ministro viola la constitución española, en la cual se consagra el carácter laico del Estado. Sin embargo, más que la ilegalidad de su actuación, lo que me sorprende de esta historia es el desparpajo con el cual este ministro y una parte de los católicos (minoritaria pero radical) pretenden tener una explicación para todo lo que ocurre en la sociedad, en el mundo, en el universo y en el más allá. La fe para ellos no sólo es fuente de obligaciones sino de conocimiento casi infinito: saben perfectamente lo que hay que hacer para llegar al cielo (o al infierno) y si encuentran dificultades en el camino de la salvación, se confiesan y reciben la absolución de un sacerdote o acuden a especies de padrinos en la corte celestial (santos, ángeles, vírgenes, ánimas del purgatorio, etc.) para que intercedan por ellos ante el Dios todopoderoso. Semejante omnisciencia la aprenden de sus jerarcas en el Vaticano, quienes dicen tener el poder de interpretar la voluntad divina, a tal punto que son capaces de declarar santos (o herejes) a algunos de sus coterráneos, como ocurrió la semana pasada con los papas Juan XXIII y Juan Pablo II.
Semejante capacidad para interpretar el universo era entendible hace mil años, cuando no había telescopios y se creía que la tierra era plana y estaba en el punto central del firmamento. Pero hoy, cuando sabemos que nuestro planeta está perdido en medio de un cosmos que tiene una extensión de 93.000 millones de años luz, que surgió a partir de una explosión ocurrida hace 14.000 millones de años y que en él hay algo así como 300.000 trillones de estrellas parecidas al Sol, creer que los seres humanos fueron escogidos por Dios para recibir ese conocimiento detallado de la vida terrenal y celestial es algo que se parece mucho a la arrogancia. Me dirán algunos que hay que tener fe para entender estas cosas. Puede ser, pero también hay creyentes que piensan lo mismo. Martín Lutero, por ejemplo, el fraile agustino que hace 500 años cambió la historia del cristianismo, sostenía que los seres humanos no podían saber tanto, siendo tan pequeños y tan pecadores.
Lo segundo que me sorprende de esta historia española es la facilidad con la cual, en Iberoamérica, permitimos que estos católicos arcaicos lleguen a tan altos cargos, los cuales ejercen, claro, con el fundamentalismo propio de quien pretende no sólo saber todo sobre el bien y el mal, la vida y la muerte, sino saberlo por obra de Dios.
De nada nos sirve tener constituciones que proclaman el pluralismo y la tolerancia cuando ellas están en las manos de funcionarios que se creen iluminados. Más aún, lo que necesitamos es funcionarios tolerantes y respetuosos de las diferencias, que protejan los derechos de la gente, incluido el derecho de estos católicos arcaicos a pensar que Nuestra Señora María Santísima del Amor es la que rige nuestros destinos.

De interés: España / Religión

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