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Si usted se quiere reponer del dolor de patria que le causó el fracaso de la selección Colombia en su partido contra Argentina, lea las noticias sobre el país que aparecen en la prensa internacional.

Si usted se quiere reponer del dolor de patria que le causó el fracaso de la selección Colombia en su partido contra Argentina, lea las noticias sobre el país que aparecen en la prensa internacional.

Allí encontrará información que le podrá ayudar a restaurar su orgullo patrio: elogios sobre la manera como el Gobierno está ganando sus dos guerras, contra la guerrilla y contra el narcotráfico, aplausos por el crecimiento de la economía y por el liderazgo regional del país, etc. Lea, por ejemplo, el texto escrito por John Mulholland, en The Guardian, a propósito de la visita del presidente Santos a Londres, esta semana.

Me pregunto si hay motivo para tanto elogio (si quiere, a toda costa, recuperar el optimismo patrio, no siga leyendo esta columna).

Siendo la situación tan buena como dicen, ¿cómo explicar las explosivas declaraciones dadas esta semana por el presidente Santos, en el sentido de que la lucha contra las drogas ha fracasado y que es necesario explorar la posibilidad de legalizar las drogas ilícitas? Si la cosa va tan bien como dicen, ¿qué sentido tiene poner en tela de juicio esa política, supuestamente exitosa? Por una razón muy sencilla; porque la cosa no va tan bien como dicen.

Es cierto que algunos hechos nos llevan a pensar que el Estado colombiano le está ganando la guerra al narcotráfico: los grandes carteles han dejado de existir y los mafiosos ya no ponen bombas en las calles. Pero todo esto obedece, como dicen los militares, a una adaptación táctica del enemigo. El narcotráfico es un negocio y su propósito esencial es ganar dinero. La mafia colombiana (a diferencia de la mejicana) aprendió a no dar batallas imposibles de ganar; por eso su estrategia consiste en minimizar la violencia contra el Estado y maximizar, sin aspavientos, la corrupción y la captura de las instituciones políticas más débiles. Ese perfil bajo les produce un doble beneficio: disminuye la acción represiva de la Policía (salvo contra las cabezas visibles) y aumenta la tolerancia de la sociedad civil con un negocio que, después de todo, irriga parte de sus ganancias en una sociedad jerarquizada e inequitativa.

Los logros de la estrategia narco del bajo perfil saltan a la vista. Ariel Ávila, investigador de Arco Iris, lo dijo mejor que nadie cuando le preguntaron sobre el resultado de las elecciones pasadas: “pues mire —sostuvo—, las elecciones las ganaron los contratistas; claro, nada de eso es nuevo en la historia del país; lo que es nuevo son los contratistas”.

El país tiene que aprender a desconfiar de la pacificación o de la aparente normalidad que hoy exhiben ciertos territorios, como Casanare o La Guajira. La reducción de homicidios, la mejoría en las cuentas públicas y la prosperidad de los negocios pueden ser un caparazón que esconde el derrumbe del Estado y la consolidación del poder mafioso. Siempre hay que tener presente que el narcotráfico, a diferencia de la guerrilla, no está necesariamente en contra del establecimiento, ni en contra de la ley; por el contrario, quiere que todo siga funcionando, que los negocios se hagan y que los contratos se paguen. Los narcos son como los policías corruptos: tienen que hacer cumplir la ley para que la mordida se haga efectiva.

Quizás esto explique mejor por qué el presidente Santos le apuesta hoy a un esquema global de legalización de las drogas. Y tiene razón. Esa sí sería una razón para recuperar el optimismo patrio. Desafortunadamente, estamos lejos de lograr ese objetivo. Tan lejos como de la llegada al Mundial.

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