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Cuatro señoras de la alta sociedad de Cali, sentadas en una lujosa terraza adornada por jarrones, cojines, palmeras, una vista preciosa y, al fondo, dos empleadas, de raza negra, uniformadas, portando bandejas de plata y ubicadas a los costados para adornar el escenario de una foto en cuya parte superior se lee lo siguiente: «Las mujeres más poderosas del Valle del Cauca en la formidable mansión hollywoodiense de Sonia Zarzur, en el Beverly Hills de Cali».

Cuatro señoras de la alta sociedad de Cali, sentadas en una lujosa terraza adornada por jarrones, cojines, palmeras, una vista preciosa y, al fondo, dos empleadas, de raza negra, uniformadas, portando bandejas de plata y ubicadas a los costados para adornar el escenario de una foto en cuya parte superior se lee lo siguiente: «Las mujeres más poderosas del Valle del Cauca en la formidable mansión hollywoodiense de Sonia Zarzur, en el Beverly Hills de Cali».

Gran polémica causó esta semana la publicación de esta foto en la revista Hola. Pero, ¿a qué se debe tanta molestia? Después de todo, señoras de raza negra, uniformadas, sirviendo en bandejas de plata, limpiando pisos de mármol, o cuidando niños rubios, es algo que se ve todos los días en Cali, en Bogotá, en Cartagena y en el resto del país. Nadie se escandaliza por ello. ¿A qué se debe entonces la reacción?

Pues a que la foto es un símbolo elocuente de discriminación: el contraste entre la inscripción que trae la imagen (“las mujeres más poderosas del Valle”) y la pose ornamental (al mejor estilo colonial) de las dos mujeres negras, lastima hasta el más leve de los sentimientos igualitarios. Si las señoras del servicio doméstico hubiesen salido en la foto sirviendo el café no habría pasado nada. Es pues el símbolo de la discriminación y no tanto la realidad, lo que molesta. Aquí soportamos la injusticia; lo que no soportamos es que la injusticia se diga, se represente, se celebre.

Sólo los símbolos nos hacen ver una realidad que de otra manera no vemos. La pose servil de las empleadas nos ilumina sobre la manera como las caleñas ricas de la foto ven el mundo; nada las delata tanto como la declaración dada por una de ellas, doña Rosa Haluf de Castro, cuando los periodistas de la W Radio le preguntan si no considera un poco excesivo poner a estas mujeres de adorno, a lo cual ella responde indignada que no y da por terminada la entrevista. El hecho de que a la señora Haluf le parezca normal la pose de las señoras negras en la foto, les da la razón a sus críticos cuando dicen que esas señoras encopetadas de Cali tratan al servicio doméstico como cosas o, peor aún, como esclavas.

Todo esto muestra que en Colombia el progreso y la modernidad son logros cargados de ambivalencia. Nuestras élites se globalizan, imitan a los ricos de los Estados Unidos o de Europa y cuando están fuera del país se sienten como ellos, tienen los mismos gustos y consumen lo mismo. Pero siempre quieren regresar a su patria; para vivir a sus anchas; no sólo como los ricos que son, sino también como los hidalgos que quieren ser, rodeados de gente que les sirva y se movilice para atender hasta sus más nimios deseos, tal como hacían sus antepasado terratenientes, en el Valle del Cauca o en otras partes del país. Hay muchos estudios sobre la cultura de las élites latinoamericanas (por ejemplo, el clásico Elites in Latin America de Seymour M. Lipset) que muestran cómo para nuestros empresarios e industriales, el estatus y la superioridad de clase son valores más importantes que la acumulación de dinero. Se sabe cómo al presidente Alfonso López Pumarejo, el mandatario más liberal y moderno que tuvo Colombia en el siglo XX, le atormentaba el hecho de que sus hijos se juntaran con personas de una clase social inferior a la suya.

Me pregunto si estas élites vallunas (no sólo ellas), con su actitud arcaica y desdeñosa frente a sus subordinados, no están engendrando, en el seno de su sociedad estancada, una contraélite de origen popular, mafiosa y sin escrúpulos, que algún día los va a destronar.

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