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El fallo de la Corte Constitucional sobre la Jurisdicción Especial para la Paz tiene efectos ambiguos: podría darle un piso más sólido a la JEP y a la paz, pero por ahora todo el mundo parece descontento.

El fallo de la Corte Constitucional sobre la Jurisdicción Especial para la Paz tiene efectos ambiguos: podría darle un piso más sólido a la JEP y a la paz, pero por ahora todo el mundo parece descontento.

La sentencia de la Corte Constitucional sobre la JEP es agridulce. Tiene cosas muy positivas, pero otras muy problemáticas. Sus efectos son ambiguos: podría reducir la polarización y darle un piso más sólido a la JEP y a la paz, que pareció ser el propósito buscado por la Corte al intentar otorgar a cada actor importante lo que más le preocupaba. Pero por ahora todo el mundo parece descontento.

Es positivo que nuevamente la Corte haya mostrado su independencia tanto frente al Gobierno, que hubiera querido un respaldo total a la JEP, como frente a los opositores al acuerdo de paz, que esperaban su destrucción.

La Corte parece además estar intentando que sus decisiones sean unánimes y que reduzcan la polarización nacional. La búsqueda de este doble consenso es positiva pues los tribunales constitucionales deben intentar ser una instancia de integración frente a las divisiones que generan las luchas políticas.

El contenido de la decisión, por lo que se sabe por el comunicado (ojalá el texto final esté listo rápidamente), es sólido en puntos básicos, como la admisión de que la paz requiere de un sistema especial de justicia transicional, cuyos elementos esenciales fueron mantenidos, como la Comisión de la Verdad o la existencia de la JEP, con su sistema especial de penas alternativas. Pero enfatizó, con razón, que cualquier beneficio penal requiere que la persona cumpla estrictamente con las condiciones del sistema, como decir la verdad y no volver a delinquir.

La Corte también preservó las garantías jurídicas para las Farc, como la participación política de sus líderes (pero enfatizando que ésta no puede traducirse en incumplimiento de sus deberes frente a la justicia y a las víctimas) y la prohibición de la extradición por crímenes asociados al conflicto anteriores al acuerdo (pues contrariamente a lo sostenido por algunos analistas, el artículo 19 sobre extradición fue declarado constitucional en forma simple y quedó entonces intacto).

Al mismo tiempo, la decisión anuló elementos importantes de la JEP, como la posibilidad de que terceros fueran llamados a responder, o que la JEP no tuviera interferencias de otros órganos judiciales. Eso varió: ahora la Corte podrá, por medio de la selección de las tutelas contra la JEP, revisar algunas de sus decisiones y la participación de terceros o de agentes estatales civiles en la JEP será voluntaria.

No comparto jurídicamente esas limitaciones impuestas por la Corte pues su razonamiento jurídico para sustentarlas me parece débil y agrava la tendencia de ese tribunal a trivializar el llamado juicio de sustitución. No comparto tampoco el silencio de la Corte frente a la deficiente regulación en la JEP de la responsabilidad de mando de jefes guerrilleros y mandos militares que, por la impunidad que genera, abre la vía a la intervención de la Corte Penal Internacional.

Obviamente la sentencia tiene que ser acatada. Las Farc deben aceptar, por molesto que les parezca, que en un Estado de derecho las decisiones judiciales deben ser respetadas. Pero existen ajustes normativos que pueden hacerse para tomar en cuenta aquellos reparos y temores legítimos de las Farc y evitar que crezca en sus campamentos el sentimiento de que el Estado les está incumpliendo, después de haberse desmovilizado, lo cual podría incrementar las deserciones. Esos ajustes son además posibles, como espero poder discutirlo en próximos textos.

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