Sexo y pobreza
Mauricio García Villegas septiembre 17, 2010
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PARA ENTENDER BIEN UN CÓDIGO penal es menos importante saber cuáles son sus delitos que saber cómo están ordenados, desde los más graves, hasta los más leves.
PARA ENTENDER BIEN UN CÓDIGO penal es menos importante saber cuáles son sus delitos que saber cómo están ordenados, desde los más graves, hasta los más leves.
PARA ENTENDER BIEN UN CÓDIGO penal es menos importante saber cuáles son sus delitos que saber cómo están ordenados, desde los más graves, hasta los más leves. Lo mismo pasa con las religiones; para saber cuál es el mensaje que quieren transmitir, hay que ordenar sus enseñanzas según la importancia que tienen. No soy un especialista en este tema, pero mi impresión es que, en Los Evangelios, los pecados más graves son aquellos que van en contravía del amor al prójimo y de la misericordia con los que sufren.
Para la Iglesia católica, en cambio, los peores pecados giran alrededor del sexo: el matrimonio gay, el aborto, la ordenación de mujeres sacerdotes, el uso del condón, la liberación sexual, las políticas de contracepción, son sólo algunos de ellos. ¿No será que para el Vaticano el sexo ilegal se convirtió en un pecado más grave que el egoísmo o el desamor por el próximo?
Las jerarquías católicas responden que no, que su preocupación por el sexo es indirecta, que lo que realmente les interesa es el derecho a la vida y que todo esto lo hacen, finalmente, en defensa de los pobres y de los desamparados.
Pues dudo mucho de la sinceridad de esas explicaciones y dudo sobre todo cuando me entero de declaraciones como las que esta semana dio el arzobispo de Medellín, Ricardo Tobón, en contra de un programa de la Alcaldía llamado «Sol y Luna», destinado a promover prácticas de sexualidad responsable y a reducir la natalidad el 25% entre la población juvenil que no está buscando tener hijos. Este programa, que comenzó en noviembre de 2006, con una inversión de 3.558 millones de pesos, ha traído enormes beneficios para las mujeres jóvenes de Medellín.
Las declaraciones del obispo Tobón no son nuevas. La Iglesia siempre se ha opuesto al control de la natalidad en nombre del derecho a la vida y de la defensa de la familia. Esos argumentos le permiten mirar, con santa indiferencia, el hecho de que en Colombia, según cifras de la ONU, el 50% de los hijos de madres adolescentes son niños que esas madres no querían tener.
Yo también creo que la preocupación de los obispos con el tema del sexo es indirecta y que las minucias de tiempo, modo y lugar del acto sexual no son tan importantes para ellos. Pero tampoco creo que su verdadero propósito sea defender el derecho a la vida y mucho menos que, en este asunto, estén inspirados en el amor al prójimo. Lo que creo es que el sexo sigue siendo para la Iglesia lo que siempre fue: un arma política de la mayor importancia.
La razón por la cual el obispo Tobón desestima la suerte de esas madres pobres y prematuras de las comunas de Medellín es la misma razón que la Iglesia siempre ha tenido para ver en las tragedias humanas (¿se acuerdan de la guerra contra el uso del condón en África?) una oportunidad para el fomento de su fe. No es un azar si el catolicismo sólo progresa en las regiones más pobres del mundo. Hay un hecho sociológico indiscutible: cuanta más dolorosa es la vida en este «valle de lágrimas», más prospera el mercado religioso. Y viceversa: durante su visita al Reino Unido esta semana, Benedicto XVI sólo tuvo la asistencia de la cuarta parte de los fieles que recibió su predecesor Juan Pablo II.
Mi impresión es que las jerarquías de la Iglesia no sólo ponen la abstinencia sexual por encima del amor al prójimo, sino que ponen las injusticias de este mundo por debajo de sus intereses políticos y religiosos.