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Silvia es linda, inteligente, rica y de familia militar de alto rango. Hace casi cincuenta años, tenía veinte y estaba embarazada. |

Leila registra que Silvia ha logrado llevar la vida que ha querido y con ello nos ofrece una profunda reflexión sobre la lealtad sin libertad.

Leila registra que Silvia ha logrado llevar la vida que ha querido y con ello nos ofrece una profunda reflexión sobre la lealtad sin libertad.

Tengo clarísimo que si me torturan canto. Soy pésima para sufrir y para evitarlo haría lo que fuera. Tengo menos claro qué tan colaboradora sería con mis secuestradores si me dejan de torturar y me ofrecen una escapatoria funcional a su causa, mientras siguen torturando en el cuarto vecino y decidiendo cada semana quién de los secuestrados sigue el camino de la muerte. Este es el dilema de lealtad al que se enfrenta Silvia Labayru, ex -montonera argentina secuestrada en la dictadura militar de 1976 y perfilada por Leila Guerriero en su más reciente retrato La Llamada, que expondrá en el Hay Festival de Cartagena.

Leila es una una observadora acuciosa dotada de paciencia. Durante un año y medio, escruta hasta la última migaja de más de 95 entrevistas a Silvia y a sus amigos y familiares, lee causas judiciales y libros, analiza y contrasta. No toma partido. Indaga. Resalta posibles contradicciones y trata de mostrar el cuadro completo. Ella misma se define como “una enorme bacteria perturbadora”. Nada de lo que escribe Leila contiene una gota de ficción ni de complacencias.

Silvia es linda, inteligente, rica y de familia militar de alto rango. Hace casi cincuenta años, tenía veinte y estaba embarazada. Había estudiado en un colegio público reputado en el que se gestaba el germen de la subversión. Se radicalizó. Cuando la secuestraron cargaba una píldora de arsénico (aunque nunca la usó) y conocía las normas revolucionarias que sancionan al prisionero de guerra que aporte al enemigo datos innecesarios en cualquier momento de la confesión o datos relevantes en las 24 horas siguientes a su detención. Silvia se enorgullece de no haber violado esas normas que por demás son arbitrarias.

Su caso no es del común. Durante el secuestro salía de su cautiverio, le permitieron salvar a su bebé, la llevaban a restaurantes, a hoteles, a viajes, incluso a la casa de su violador, quien le entregó un diafragma como contraceptivo, y a quien no opuso resistencia. Considera comprensible tener placer sexual en esas circunstancias. El quid de la salvación de Silvia era simular que estaba arrepentida de sus actos y prestarse a colaborar sin delatar nombres. Sin embargo, cuando Silvia es liberada y se va exilada a España se enfrenta al repudio de sus compañeros de militancia porque colaboró y sobrevivió. Ella fue lo que en Colombia en ocasiones llamaríamos “sapa” porque fue funcional al enemigo, para sobrevivir.

Así como las pruebas obtenidas por medio de la tortura sirven para medir la capacidad de soportar el dolor y no para demostrar una verdad, el comportamiento de una secuestrada bajo amenazas y torturas tampoco sirve para juzgar con quién están sus lealtades. Sirve para medir su capacidad de supervivencia, manteniendo equilibrios.

Muchos años después, Leila registra que Silvia ha logrado llevar la vida que ha querido y con ello nos ofrece una profunda reflexión sobre la lealtad sin libertad.

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