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Las cadenas de cuidado nos ayudan a entender de qué manera los éxodos migratorios de las mujeres sustentan una división sexual del trabajo de carácter transnacional y nacional. | Overseas Development Institute

Comprender las razones por las cuales ciertas mujeres de ciertos sectores terminan ejerciendo ciertos trabajos abre la puerta a una postura crítica frente al hecho de que la mayoría de trabajadoras domésticas sean migrantes en situación de precariedad.

Comprender las razones por las cuales ciertas mujeres de ciertos sectores terminan ejerciendo ciertos trabajos abre la puerta a una postura crítica frente al hecho de que la mayoría de trabajadoras domésticas sean migrantes en situación de precariedad.

Eulalia es ecuatoriana y vive en España hace trece años. Ejerce trabajo doméstico interno y cuida de una pareja de adultos mayores. Migró por la necesidad de sostener a sus padres y a su nieta. Sin embargo, solo volvió a ver a su madre una vez más antes de que ella muriera. Dice que ya fue suficiente tiempo lejos de su familia y, por eso, quiere volver a Ecuador.

Norma es paraguaya y lleva nueve años trabajando en servicios domésticos en España. Sin embargo, se considera una “migrante eterna”, pues ha trabajado los últimos veinte años fuera de su país, siempre en trabajos que implican un grado de cuidado. Al igual que Eulalia, viajó para explorar nuevas oportunidades laborales para sostener a su familia. Los últimos seis años ha vivido con en la misma casa que sus empleadores.

Martha tiene 48 años y lleva seis viviendo a las afueras de Madrid. Trabaja cuidando a los hijos de una familia española. Ha trabajado como empleada doméstica, siempre interna, en Alemania y España. Dice que hace poco se le venció el visado, así que su situación migratoria es irregular. Por eso no ha podido volver a Colombia, su país de origen. Según ella, las familias europeas “nos tienen como personas bastante cariñosas” y por eso prefieren a las mujeres latinas para cuidar a sus hijos.

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Elizabeth migró de Bolivia hacia España para trabajar, dejando a su familia en La Paz. Trabaja en labor doméstico. Fuente: Overseas Development Institute, Flickr (CC BY-NC 2.0).

Estas tres historias son el centro de un documental producido por la Red de Mujeres Latinoamericanas y del Caribe en España. El documental muestra, a partir de las trayectorias vitales de Eulalia, Norma y Martha, las condiciones comunes que afectan a las trabajadoras domésticas migrantes. Las tres protagonistas viajaron desde países de América Latina con rumbo a Europa. Las tres dejaron a su familia en sus países de origen.  Las tres son trabajadoras de régimen interno, lo que significa que habitan el mismo espacio que sus empleadores. Las tres desean volver a su país.


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¿Cómo explicar estas experiencias comunes? ¿Qué factores existen detrás de estos tres recorridos? Esta compleja relación entre flujos de migración y labores de cuidado fue enunciada, por primera vez, por la socióloga Arlie Hochschild bajo el nombre de cadenas globales de cuidado (global care chains): una serie de conexiones globales basadas en el aumento de demanda de trabajo de cuidado en países del norte global y en la precarización socioeconómica de mujeres del sur global. Para Hochschild, un ejemplo típico de una cadena global de cuidado puede verse así: una mujer de Asia o América Latina decide migrar a un país de Europa para trabajar en servicios domésticos, pues quiere buscar un mejor futuro para su familia. Esta migración genera, a su vez, un déficit de cuidado en países del sur global y, de forma particular, en las familias de las mujeres migrantes. Esta carencia, por lo general, es relevada por el trabajo de cuidado no remunerado de otras mujeres –típicamente niñas, adolescentes o mujeres mayores del mismo núcleo familiar o social–. Eulalia, Norma y Martha, al dejar a sus familias en su país de origen, son el primer eslabón de una cadena de cuidado que está formada por ellas y por las otras mujeres que ahora cuidan de sus hijos, de sus padres o de las personas que ellas solían cuidar.

Muchas mujeres migrantes tienen que dejar la responsabilidad de cuidar a sus hijos para trabajar. En Delhi, India, una ONG ofrece un jardín infantil móvil para apoyar a mujeres así. Fuente: Overseas Development Institute, Flickr (CC BY-NC 2.0).

Aunque el concepto de cadenas globales de cuidado fue acuñado para hablar de intercambios sur-norte, estos flujos pueden adoptar otras dinámicas. También pueden darse entre países del sur global y entre contextos rurales y urbanos. En los diferentes escenarios, sin embargo, las cadenas de cuidado cumplen una condición elemental: son fenómenos feminizados. Como lo ha dicho el feminismo por más de un siglo, la división del trabajo no es solo una cuestión de clase, también es una cuestión de género. Por eso, las labores domésticas y de sostenimiento de la vida suelen ser atribuidas a las mujeres, niñas y sujetos feminizados.

¿Por qué hablar de cadenas de cuidado? ¿Qué es importante de este concepto? Las cadenas de cuidado nos ayudan a entender de qué manera los éxodos migratorios de las mujeres (cuyas causas son diversas y pueden ir desde la pobreza hasta la falta seguridad) sustentan una división sexual del trabajo de carácter transnacional (en el caso de migraciones globales) y nacional (en el caso de migraciones locales). Más de una tercera parte de las migrantes, al menos de América Latina y el Caribe, son trabajadoras domésticas que laboran en condiciones de informalidad, sin un salario justo y son víctimas de violencia económica, física y psicológica por parte de sus empleadores. Lo problemático, por lo tanto, no es que las migrantes ejerzan trabajos de cuidado, pues muchas luchas feministas han abogado precisamente para que se reconozca este como un trabajo digno con las suficientes garantías laborales. Lo problemático es que sea su única alternativa en un mundo que aún desdeña este tipo de trabajo.

Algunas, como Eulalia, Norma y Martha, por ejemplo, deben trabajar como “internas”, lo que genera un quiebre entre la vida laboral y familiar. Las trabajadoras domésticas internas llegan a cumplir un horario de hasta 18 horas al día por un salario insuficiente. En una parte del documental, Eulalia lo dice de forma muy clara: “uno está ahí, todo el día, disponible para ellos”. Esto bloquea la posibilidad de tener una vida íntima y personal, pues somete los comportamientos y expresiones de las mujeres a la vigilancia de sus empleadores. Incluso quienes no trabajan bajo un régimen interno sufren consecuencias negativas: la mayoría vive en la periferia de grandes ciudades y gastan cerca del 20% de su salario en transporte, pues, debido a la segregación urbana, deben tomar varios medios para llegar a su lugar de trabajo.

Rubina, del estado de Bihar, migró a Delhi, India. Es una de muchas mujeres que lleva sus niños al jardín móvil. Fuente: Overseas Development Institute, Flickr (CC BY-NC 2.0).

Estas consecuencias varían, se complejizan y cobran nuevos significados dependiendo del contexto en el que se gesten las cadenas de cuidado. Las investigadoras Camila Esguerra y Friedrike Fleischer, por ejemplo, encontraron que en Colombia las mujeres se ven inmersas en cadenas de cuidado no solo por la alta demanda en zonas urbanas o países del norte global, sino a causa del conflicto armado interno. Debido a las múltiples vulneraciones de la guerra, las mujeres han tenido que huir de sus territorios y, sin importar a qué se dedicaban antes de desplazarse a centros urbanos, la mayoría encuentra un solo camino: trabajar en servicios domésticos y someterse a un salario precario por múltiples horas de trabajo. Aunque Colombia cuenta con un régimen legal que les garantiza todas las prestaciones sociales, las cifras oficiales indican que el 85% de las trabajadoras domésticas aún sigue en el umbral de la informalidad (debido al subregistro, el número podría ser incluso más alto). Quienes se insertan en este incierto mercado laboral deben acudir a redes de vecinas, de mujeres familiares o a los Hogares Comunitarios de Bienestar Familiar para que cuiden a sus hijos, padres o parientes mayores.

Casos como el de Colombia ilustran las implicaciones de las cadenas de cuidado para las mujeres del sur global, de contextos rurales o marcadas étnico-racialmente. Nos muestra que las cadenas de cuidado no solo están marcadas por la división sexual del trabajo, sino también por una división racial. Según Esguerra y Fleischer, el orden racial establecido en la región genera efectos desproporcionados en la experiencia de mujeres afro, indígenas y campesinas, quienes, ante el destierro y la discriminación, no pueden acceder sino a trabajos de cuidado mal remunerados. La consecuencia, entonces, es que en los centro urbanos estas mujeres terminan considerándose como los individuos naturales para este tipo de trabajos.

Elizabeth muestra las certificaciones que tiene. Quiere ganar un mejor trabajo, pero no ha podido. Fuente: Overseas Development Institute, Flickr (CC BY-NC 2.0).

Comprender estas dinámicas, por lo tanto, es importante porque nos aleja de normalizar a mujeres migrantes como sujetos de cuidado por excelencia. Comprender las razones por las cuales ciertas mujeres de ciertos sectores terminan ejerciendo ciertos trabajos abre la puerta a una postura crítica frente al hecho de que la mayoría de trabajadoras domésticas sean migrantes en situación de precariedad. Permite, por ejemplo, problematizar el hecho de que en varias páginas de anuncios clasificados en Colombia se anuncien ofertas de trabajo que explícitamente anuncian “se necesita venezolana interna” o “busco mujer venezolana para trabajar como interna”, como ha sucedido recientemente debido al éxodo venezolano hacia otros países de Suramérica. Nos sirve, en otras palabras, para no aceptar la explotación laboral como respuesta a la vulnerabilidad de las migrantes.  

Finalmente, las cadenas de cuidado son un concepto útil porque nos permite acercarnos a una cuestión más amplia y es el aporte de estas mujeres al desarrollo económico. En ocasiones olvidamos que muchos hombres y mujeres pueden ir a trabajar porque hay mujeres que limpian su hogar, cuidan a sus hijos o cocinan para ellos. También olvidamos que no se trata necesariamente de un trabajo basado en el amor, en el afecto o en el cariño, sino que es una actividad más extenuante, agotadora y desagradecida que muchas otras. En 2016, la activista y trabajadora doméstica Rafaela Pimentel pronunció un discurso en el que denunció esto de forma contundente: “sin nosotras no se mueve el mundo o, al menos, el mundo de ustedes”. El mensaje de Pimentel es claro. El mundo –sobre todo el mundo urbano, “desarrollado”, del norte global– no funciona sin ellas y, aún así, su trabajo permanece invisible, se da por sentado y, por lo tanto, no se reconoce ni se paga como debería.

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