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Pese a todo, la ley de alternatividad penal supone un buen primer paso para reconocer las desventajas que como género nos llevan a delinquir, muchas veces para cumplir cargas y estándares que socialmente se nos asignan y que en ocasiones se vuelven imposibles de franquear. | Adriana Abramovits

Aunque representemos menos del 10 % de la población carcelaria, sufrimos más la criminalización frente a ciertos delitos y padecemos severamente la pena de prisión.

Aunque representemos menos del 10 % de la población carcelaria, sufrimos más la criminalización frente a ciertos delitos y padecemos severamente la pena de prisión.

“¡Pueblo indolente! ¡Cuán diversa sería hoy vuestra suerte si conocieseis el precio de la libertad!”, así lo declaraba Policarpa Salavarrieta antes de ser ejecutada un 14 de noviembre por traidora. Este evento, en virtud del cual se conmemora el día de la mujer colombiana, viene muy al caso en un país donde, aunque representemos menos del 10 % de la población carcelaria, sufrimos más la criminalización frente a ciertos delitos y padecemos severamente la pena de prisión por ir en contra de esos estándares de lo que socialmente significa ser mujer. Al tiempo que infringimos la ley, precisamente, por intentar sostenerlos. Como si el crimen, en últimas, fuera ser mujer.

Justamente para compensar esta sobrecriminalización de la mujer, recientemente fue creada la ley de utilidad pública para mujeres cabeza de familia, que les permite a mujeres enjuiciadas por ciertos delitos y penas —como aquellos relacionados con drogas— sustituir la prisión por la prestación de servicios comunitarios, siempre que se demuestre que cometieron esos delitos en condición de marginalidad. Esto es para cumplir con las cargas familiares en medio de circunstancias de precariedad económica y social (condición que pudo evidenciar Dejusticia en un estudio sobre mujeres y delitos de drogas).


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En principio, esta ley supone un esfuerzo loable que posibilita la libertad a mujeres en condición de vulnerabilidad, al tiempo que reconoce las brechas de género y los factores estructurales de desigualdad que atraviesan la criminalidad femenina. Sin embargo, no alcanza a cubrir de manera suficiente varios asuntos que anticipo como necesarios para su aplicación efectiva. Tres son las fallas a las que, en principio, quisiera referirme en esta columna.

En primer lugar, no se entiende por qué la ley, al estipular los requisitos de acceso a la medida, asume una definición restringida de mujer cabeza de familia, reemplazándolo por el de madre cabeza de familia y haciendo entender que solo se habilita el beneficio para las mujeres que ejercen jefatura de hogar frente a sus hijos/as menores y personas con discapacidad permanente. ¿Acaso la valoración cambia si las cargas económicas y de cuidado se ejercen respecto a un adulto mayor, una persona con una enfermedad terminal u otro menor que no sea el hijo?

En este sentido, aunque al final de la ley se amplía el concepto y —tal como lo asumió la Corte en la Sentencia C-256 de 2022— esta medida en efecto aplicaría para cualquier mujer que tenga una persona que no puede valerse por sí misma bajo su cuidado, el haber usado esta definición inicial no solo refuerza estereotipos de género que la misma ley reconoce como discriminatorios, sino que también puede ser usada por los jueces para negar el beneficio en casos donde la medida sí es procedente.

La segunda falla es que la ley les dio mucha discrecionalidad a los jueces/zas y dejó muchas cargas probatorias sobre las mujeres, lo que ha restringido el acceso al beneficio porque los jueces la niegan bajo el argumento de que no se acredita la condición de mujer cabeza de familia o la circunstancia de marginalidad. Esto muestra que los jueces tienen una aproximación restrictiva y poco sensible a la ley, pero también es revelador de los vacíos o deficiencia importantes que dejó la letra de la ley misma. Incorporar algún tipo de flexibilidad o presunción probatoria habría hecho toda la diferencia, lo que no obsta para que los jueces, en todo caso, apliquen el principio de prevalencia de lo sustancial sobre lo formal y concedan la medida siempre que las cargas mínimas probatorias se vean cumplidas.

Finalmente, un tercer asunto que preocupa es que no se establecieron mecanismos para conjurar la situación de vulnerabilidad de las mujeres en términos económicos y frente a posibles violencias de las que puedan ser destinatarias. Por ejemplo, no se estipularon medidas de asistencia económica que bloqueen los riesgos que las llevaron a delinquir en un inicio, ni mecanismos de protección frente a algún tipo de abuso, acoso o revictimización que pueda tener lugar en medio del cumplimiento de los servicios de utilidad pública. Si como mujeres somos vulnerables en entornos de asimetrías menores, ¿cuál es nuestra posición cuando lo que está en juego es nuestra libertad?

Una dificultad adicional que se anticipa es que, aunque ya hay más de 2000 plazas ofertadas para que las mujeres paguen su condena prestando servicios de utilidad pública, muchas de estas plazas están condicionadas por el cumplimiento de unos requisitos o exigencias en términos de habilidades, lo que podrían dificultar que algunas mujeres puedan aplicar.

Con todo, esta ley supone un buen primer paso para reconocer las desventajas que como género nos llevan a delinquir, muchas veces para cumplir cargas y estándares que socialmente se nos asignan y que en ocasiones se vuelven imposibles de franquear. La invitación es, en últimas, a aplicarla para que —como a Policarpa— ser mujer no nos cueste la vida y la libertad.


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