Tarifas de taxi
Mauricio García Villegas junio 15, 2013
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La semana pasada estuve en Cartagena, en compañía de un colega extranjero, asistiendo a un evento académico.
La semana pasada estuve en Cartagena, en compañía de un colega extranjero, asistiendo a un evento académico.
La semana pasada estuve en Cartagena, en compañía de un colega extranjero, asistiendo a un evento académico.
Durante nuestra estadía en la ciudad nos desplazamos en taxi y mi colega, que es un sociólogo atento, observó cómo las tarifas cambiaban al capricho de los taxistas. ¿Por qué no tienen un taxímetro que diga cuánto vale la carrera?, me preguntó. Yo le expliqué entonces que en el pasado la ciudadanía había tratado de imponer esa medida, pero que siempre había fracasado ante la férrea oposición del gremio de los taxistas. No sólo en Cartagena ocurre eso, agregué yo, en Barranquilla, en Santa Marta y en muchas otras ciudades intermedias del país sucede lo mismo. Uno puede entender, me respondió, que en una ciudad pequeña, que recibe pocos visitantes y en donde todo el mundo se conoce, el cobro de las tarifas se haga de manera informal; lo que no tiene sentido es que eso ocurra en Cartagena.
Con mi colega fuimos luego a Medellín. Al llegar al aeropuerto José María Córdoba tomamos un taxi que nos llevó al centro de la ciudad y por ese servicio pagamos $60.000. ¿Y por qué es tan caro el taxi?, me preguntó esta vez. Aquí la historia es más compleja, le dije yo. Resulta que el servicio está monopolizado por los taxistas de Rionegro, que es el municipio en donde está ubicado el aeropuerto. Sólo ellos están autorizados para llevar pasajeros a Medellín. Eso hace que los taxistas de la ciudad que van al aeropuerto regresen vacíos y los de Rionegro que van a la ciudad, también. Por eso cobran como si prestaran un servicio doble. En la práctica, sin embargo, todos violan la norma y se las arreglan para no regresar vacíos.
Este monopolio ha producido toda una serie de actividades informales encaminadas a evitar los taxis de Rionegro. Así, por ejemplo, alrededor del aeropuerto se han improvisado parqueaderos que sólo cobran $10.000 diarios para que los viajeros de Medellín se trasladen en su carro particular y eviten así tomar un taxi. Adicionalmente se han creado empresas de servicios especiales que cobran $10.000 o $15.000 menos por la carrera. El resultado de todo esto es, por un lado, que los únicos que pagan la tarifa plena ($120.000 ida y vuelta) son los turistas y los viajeros que no conocen las reglas informales que permiten abaratar el costo y, por el otro, que los taxis de Rionegro pierden cada vez más clientes.
Estas dos historias son ejemplos de los daños que producen tanto el exceso como el defecto de regulación en un servicio público. La falta de control en el caso de Cartagena, una ciudad de turistas que no tienen por qué conocer los precios de las tarifas, conduce al abuso casi generalizado por parte de los taxistas. En el caso de Medellín los abusos ocurren por lo contrario: la intervención excesiva en el mercado crea múltiples maneras informales para neutralizar y violar las normas.
Pero no sólo eso. Ambos casos muestran lo dañino que es un sistema de reglas que mantiene privilegios injustificados. En Cartagena pierden los turistas y los locales estafados por los taxistas tramposos; pierde la ciudad y, finalmente, a la larga, pierden los mismos taxistas que, con su actitud avivata, desacreditan el servicio que prestan. En Medellín pasa lo mismo; pierden los usuarios, pierde la ciudad y, finalmente, también pierden los taxistas de Rionegro que ven cómo cada día tienen menos clientes. Aquí vale el célebre dicho de La Fontaine: “El codicioso pierde todo al querer guardar todo”.