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Es bueno insistir en que aunque los juicios se denominen “políticos” y se realicen contra políticos, deben ofrecer garantías de debido proceso.

Es bueno insistir en que aunque los juicios se denominen “políticos” y se realicen contra políticos, deben ofrecer garantías de debido proceso.

América Latina atraviesa un terremoto político por el juzgamiento a algunos de sus altos funcionarios, especialmente –pero no exclusivamente- a sus presidentes y expresidentes. Hace poco más de un año contaba en este blog el despertar de la región en esta materia. Mucho ha pasado desde entonces. Por eso, es bueno insistir en que aunque los juicios se denominen “políticos” y se realicen contra políticos, deben ofrecer garantías de debido proceso.   

En el último año hemos visto que la presidenta Dilma Rousseff de Brasil fue destituida por el Congreso, acusada de malos manejos de la política fiscal del país y de generar una crisis económica. El expresidente Otto Pérez Molina de Guatemala enfrenta un juicio ante tribunales ordinarios por el caso de corrupción de las aduanas del país, entre otras.

Estos juicios han removido sentimientos políticos y ciudadanos muy fuertes en los países. Hay manifestaciones a favor y en contra de los juicios, críticas por posibles conspiraciones en ellos, linchamientos en redes sociales, entre otras. La población ha salido masivamente a defender y a atacar a sus gobernantes enjuiciados. Encontramos en las redes sociales comentarios acompañados de hashtags como: #TchauQuerida, #NoAlGolpe, #RenunciaYa, entre otras.

Pero más allá de los sentimientos ciudadanos, no deberíamos olvidar que aunque sea un funcionario político el que se juzga, la destitución o condena en un Estado de Derecho debe estar sustentada en un análisis jurídico. El debido proceso y las garantías de un juicio justo son aplicables a todas las personas. No le conviene al Estado que la justicia aplicada a sus altos funcionarios sea vista como dudosa o como una forma de “hostigamiento” o “persecución política”. Por eso, aunque sea el Congreso -el órgano político por excelencia de un país-, el encargado de realizar los procesos, sus decisiones deben estar motivadas y fundadas en derecho. No pueden sustentarse en razones políticas, ideológicas o religiosas. También, deben cumplir con estándares probatorios mínimos según el tipo de decisión adoptada; al igual que en la justicia ordinaria, los estándares probatorios para destituir, para condenar y para admitir una acusación, pueden ser diferentes.

Por eso, no puede uno dejar de extrañar que los congresistas a los que las constituciones les entregaron estas funciones no se las tomen en serio para argumentar, razonar y decidir los casos. En Brasil, por ejemplo, aunque el juicio político a Dilma Rousseff incluyó varias intervenciones y debates a lo largo de todo el proceso, se escucharon muchos argumentos políticos y religiosos para motivar y sustentar que los hechos investigados constituían delito. 

En una democracia hay mucho en juego cuando se investiga y se juzga a los altos funcionarios. Si las constituciones nacionales le otorgaron a los Congresos esas funciones, los congresistas deben tomárselas en serio. ¿Cómo podemos pedirle a la ciudadanía que confíe en las instituciones públicas y en una justicia imparcial, cuando quienes investigan y juzgan a sus altos funcionarios usan razonamientos políticos antes que jurídicos para adoptar sus decisiones? Y, ¿cómo podemos pedirle a la ciudadanía que confíe en que todos los juicios se hacen en derecho, cuando en algunos de ellos aparecen razonamientos políticos? Los Congresos deben entender, que por más políticos que sean sus miembros, en los juicios a altos funcionarios actúan como investigadores y jueces. Por eso, deben garantizar los derechos al debido proceso y a la defensa, entre otras. Si no pueden garantizar estos derechos, probablemente llegó el momento de entregarle al sistema de justicia ordinario la competencia de investigar y juzgar a los altos funcionarios. 

De interés: Congreso / Sistema Judicial

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