Tiempo
Mauricio García Villegas Julio 9, 2017
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Vivimos entre el presente frenético de la actividad política y el futuro inalcanzable de los predicadores, sin que ninguno de estos tiempos nos permita anticipar el país que tendremos en tres o cuatro décadas.
Vivimos entre el presente frenético de la actividad política y el futuro inalcanzable de los predicadores, sin que ninguno de estos tiempos nos permita anticipar el país que tendremos en tres o cuatro décadas.
El tiempo y el espacio son de esas cosas esenciales (como la vida misma) en las que casi nunca pensamos, tal vez porque son difíciles de explicar. “¿Qué es el tiempo? —se preguntaba San Agustín—. Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Aquí la dificultad y la importancia se juntan. En esta columna voy a hablar del tiempo y en la próxima del espacio.
No es posible imaginar el mundo sin tiempo. Ni siquiera las religiones, que se dedican a los asuntos de la eternidad, son capaces de describir cómo podría ser una realidad no temporal. El Cielo de los católicos es, según la teología, un estado de felicidad y plenitud, pero estático y desapasionado como una roca; con lo cual la idea de felicidad humana y la de premio por haber vivido una vida buena pierden todo sentido.
El tiempo cubre todo lo real, como un manto que no podemos retirar de las cosas que vemos. Pero ese manto no es ni parejo, ni estático, sino que cambia según las personas y las circunstancias. Toda la realidad está, por decirlo así, temporalizada y, además, cada cual la temporaliza a su manera. Los niños, los viejos, los recién casados o los prisioneros, por solo hablar de unos pocos, ven pasar las horas de manera distinta. Hay adultos que viven en una especie de presente perfecto (como los niños), sin pensar en el pasado que vivieron, ni en el futuro que vivirán, mientras que hay otros que viven en un presente incierto, atrapados entre sus recuerdos y sus esperanzas.
A las agrupaciones sociales les pasa algo parecido. Cada una percibe el tiempo de una manera particular. Algunas son parsimoniosas y reflexivas, otras son impulsivas y pasionales. Algunas viven para el día a día, mientras que otras viven para el mediano y el largo plazo. Tal vez la herencia religiosa tiene mucho que ver con todo esto. Los protestantes (no los que nos rondan ahora, sino los clásicos) tienden a ver el mundo como algo que se puede mejorar a punta de voluntad, reflexión y trabajo. Los católicos, en cambio, tienden a ser más fatalistas y por lo tanto a ver el mundo como algo irremediablemente imperfecto (un valle de lágrimas), que padecemos sin poder hacer mayor cosa para evitarlo. Solo habrá justicia con la justicia divina y solo habrá sosiego en la plenitud del Cielo. Tal vez de allí viene esa esquizofrenia católica que no encuentra sosiego entre las miserias de un presente pecaminoso y la esperanza en un más allá inalcanzable.
Al decir todo esto pienso en Colombia y en lo difícil que es imaginar este país por fuera del tiempo instantáneo de los periodistas, los abogados y los políticos, demasiado apegados a la coyuntura, sin caer en el tiempo glacial de los moralistas (unos religiosos y otros materialistas) que quieren la sociedad ideal ya mismo, sin estar dispuestos a negociar nada, ni a ir paso a paso. Vivimos entre el presente frenético de la actividad política y el futuro inalcanzable de los predicadores, sin que ninguno de estos tiempos nos permita anticipar el país que tendremos en tres o cuatro décadas. El primero, por estar demasiado enfrascado en las pasiones del instante y el segundo, por estar demasiado embelesado con ideales inalcanzables.
Estas dos temporalidades nublan la visión de mediano plazo, que es la visión menos pasional, más racional y más solidaria; la que pone el acento en cosas como la educación, el medioambiente, la planeación y fortalecimiento del Estado; la que menos piensa en los beneficios inmediatos de la generación actual y se toma más en serio el mundo que le dejaremos a nuestros hijos y nietos.