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En mi columna de la semana pasada mostré los datos de una investigación que compara los resultados de la Encuesta Mundial de Valores con las tasas de homicidio alrededor del mundo.

En mi columna de la semana pasada mostré los datos de una investigación que compara los resultados de la Encuesta Mundial de Valores con las tasas de homicidio alrededor del mundo.

En ella se observa cómo casi toda la violencia homicida se concentra en países que tienen un fuerte apego a valores tradicionales tales como fe religiosa, patriotismo, apego a la familia patriarcal, penalización del aborto y cosas por el estilo.

Los datos no indican, sin embargo, una relación ineludible entre el tradicionalismo y la violencia. En materia de cultura y valores Honduras, por ejemplo, se parece mucho a Costa Rica; no obstante, en Honduras la tasa de homicidios por cien mil habitantes es 67, mientras que en Costa Rica es 10. Lo que sí muestran esos datos es tendencias: la violencia homicida tiende a concentrarse en las áreas del mundo más tradicionalistas y monoteístas, como América Latina, y a estar ausente en zonas con más pluralismo religioso, como el sudeste asiático, o más seculares como Europa occidental.

Estas tendencias deberían llevarnos a explorar la incidencia que la cultura y los valores tienen en la violencia colombiana, no solo la relacionada con el conflicto armado sino la violencia social en general.

Hace 50 años, Colombia era un país más o menos cohesionado por la moral católica. Con la urbanización masiva, el narcotráfico y la globalización, la Iglesia Católica perdió el monopolio de esa conducción moral. Esto no sería grave si hubiera habido un proyecto social o institucional paralelo de creación de una moral cívica. Pero no lo hubo y Colombia sufrió un gran debilitamiento ético. Por eso es que una de las tareas inconclusas en este país es la de construir un nuevo sentido moral, fundado en la dignidad humana, el pluralismo y la tolerancia, que sea un antídoto contra la violencia. Esta tarea tiene que estar, en términos generales, en manos del Estado, a través de la educación (sobre todo de la educación pública).

La consolidación de esta nueva moral no es incompatible con las creencias religiosas, o por lo menos con algunas de esas creencias. No se necesita ser ateo para acoger esta moral cívica. El problema no es de fe sino de moral. Ronald Dworkin, el célebre filósofo del derecho, escribió, justo antes de morir, un libro muy bello titulado Religion without God (“Religión sin Dios”) en donde muestra que, hoy en día, hay una porción cada vez mayor de la población mundial compuesta por ateos que creen en valores humanistas universales y luchan día a día por su realización. Esos ateos comparten con los creyentes no dogmáticos, pluralistas y tolerantes, los mismos valores y la misma moral. Ambos son, en términos de Dworkin, religiosos.

Yo no estoy seguro de que el término religioso sea el adecuado para indicar esas coincidencias morales. Lo que sí creo es que estos dos grupos de gente comparten un sentido ético de la vida y de la sociedad muy similar. Pongo un ejemplo colombiano, alguien como Carlos Gaviria, que no creía en Dios (hasta donde yo sé), estaba, a mi juicio, mucho más cerca de alguien como el padre Francisco de Roux de lo que este último está del procurador Ordóñez o de monseñor Juan Vicente Córdoba. Lo que separa a estos últimos de los dos primeros (un abismo) no es la fe, ni siquiera las concepciones políticas; es la moral.

Por eso el problema de Colombia no es que haya perdido los viejos valores religiosos, sino que no haya construido una nueva moral (cívica o religiosa) de respeto, dignidad y tolerancia que sustituya aquellos viejos valores.

Ps.Esta columna dejará de aparecer durante las próximas tres semanas.

 

De interés: Violencia

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