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Me tocó en suerte presenciar el reciente referendo griego sobre las negociaciones con los países del euro.

Me tocó en suerte presenciar el reciente referendo griego sobre las negociaciones con los países del euro.

Durante un fugaz domingo y unos cuantos días más, una mayoría exultante confirmaba en las calles y las urnas lo que el politólogo Mark Blyth muestra en un libro contundente sobre la historia de las políticas de austeridad: una democracia puede soportar recortes y miserias durante elecciones sucesivas, pero eventualmente los ciudadanos se vuelven contra la austeridad cuando queda claro que es infructuosa y contraproducente para salir de una recesión.

“Llevamos cinco años votando a regañadientes por los recortes alemanes y estamos cada vez peor. Voy a votar ‘no’ a los nuevos, porque al menos me quedo con mi dignidad”, me dijo la propietaria de un almacén al salir de la votación. Lo mismo hicieron muchos otros que, como ella, se habrían beneficiado personalmente de votar por la opción más segura del “sí”, que habría mantenido la estabilidad necesaria para que siguieran llegando los clientes extranjeros en la crucial temporada de verano.

El libreto de la austeridad es bien conocido. Como recordó Paul Krugman, lo siguieron simultáneamente EE. UU., Alemania, Gran Bretaña y Japón en los años 20 y desencadenaron la crisis de 1929 y los episodios que llevaron a la Segunda Guerra Mundial. Lo están aplicando con resultados que están a la vista no sólo Grecia y los países mediterráneos, sino otros europeos como Finlandia y los Estados bálticos, que crecen menos y están más endeudados que antes de las políticas de ajuste. Como en una tragedia griega, la suerte estaba echada desde el inicio.

Por un momento parecía que los helenos iban a cambiar el guión del género que inventaron. Pero “las tragedias acaban generalmente en la muerte o en la destrucción física, moral y económica del personaje principal, quien es sacrificado así a esa fuerza que se le impone y contra la cual se rebela con orgullo insolente”, cuenta Wikipedia. Los acreedores tenían que castigar la osadía democrática del deudor, contra la opinión de los expertos y aún del Fondo Monetario Internacional, que habían advertido que la deuda era impagable sin una condonación parcial —sustancial, pero no tan generosa como la del 50% que recibió la olvidadiza Alemania tras la Segunda Guerra Mundial—. Los griegos tampoco se ayudaron: además de acumular una deuda excesiva, calcularon mal la estrategia de negociación, volvieron a la mesa tras el referendo sin un plan B y terminaron aceptando condiciones peores que las rechazadas por los votantes en aquel memorable domingo.

“Austeridad” viene de la palabra griega que significa “amargo”. Como Sócrates al apurar la cicuta, los griegos se acaban de tomar bajo presión el trago amargo, con resultados previsiblemente idénticos. Para desgracia de ellos, de la civilización occidental que fundaron y de todos los que les debemos tanto.

Consulte la publicación original, aquí.

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