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Con Santos, ganó el mandato por la paz, la democracia y la esperanza. Como los mandatos son para cumplirlos y la esperanza muta fácilmente en decepción, el Gobierno tiene poco tiempo para extraer las lecciones de las elecciones y comenzar a hacer ajustes.

Con Santos, ganó el mandato por la paz, la democracia y la esperanza. Como los mandatos son para cumplirlos y la esperanza muta fácilmente en decepción, el Gobierno tiene poco tiempo para extraer las lecciones de las elecciones y comenzar a hacer ajustes.

Tres contrastes entre el Santos que perdió en primera vuelta y el que ganó en segunda deberían convertirse en diferencias entre sus dos gobiernos. El primero es la defensa proactiva de la paz. Quedó claro que el proceso es desconocido y distante para la gran mayoría de los colombianos, lo que permite que sus enemigos medren con estrategias de desinformación y desconfianza. El uribismo seguirá con la bandera contra la paz, ahora desde el Congreso y con miras a otra votación crucial: el probable referendo que decidirá si los colombianos aceptan el acuerdo eventual entre el Gobierno y las Farc.

De modo que la paz no se defiende sola y todos sus promotores, comenzando por el Gobierno, tendrán que salir a los medios, a las calles y a las regiones a explicar los avances y la importancia del fin de la guerra, como lo hicieron durante las tres últimas semanas. Se necesita una paz militante, que extraiga su fuerza política de la participación de las víctimas y del frente amplio que derrotó a la guerra en la segunda vuelta y les mandó un mensaje contundente a las Farc y el Eln para cesar las dilaciones y llegar a un acuerdo.

La segunda lección consiste en que el Gobierno no puede funcionar de espaldas a las regiones y las necesidades del campo. Mientras Santos y el alto gobierno despachaban desde Bogotá y frecuentaban los medios nacionales, Uribe daba la vuelta al país y ofrecía entrevistas en emisoras locales. Fue necesario el susto de la primera vuelta para que Santos se retractara de haber hablado del “tal paro” y prometiera que el sector agrario sería una de las prioridades de sus próximos cuatro años. Y por primera vez se vio a la tecnocracia del Gobierno saliendo en masa a dialogar con los campesinos en sus pueblos y veredas.

Por eso llamaron a votar por la paz las organizaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes, incluyendo aquellas con las que el Gobierno se comprometió a impulsar una nueva política para el campo en la reciente Cumbre Agraria. Cumplir la promesa implica decisiones difíciles para un presidente vacilante, comenzando por relevar al muy cuestionado ministro de Agricultura y tomar partido por el agro y el medio ambiente en los muchos lugares donde la locomotora minera del primer gobierno los puso en riesgo.

Para ello, una última lección puede ser decisiva: las fuerzas políticas a las que Santos debe su triunfo son distintas a las que lo llevaron al poder en 2010. Mientras que los votos de hace cuatro años fueron endosados por la derecha de Uribe, los de hoy vienen, en buena parte, del centro, la izquierda democrática y los muchos independientes e indecisos que salieron en buena hora a defender las instituciones y la Constitución de 1991. En lugar de preocuparse por la sombra de Uribe o por tener contento al procurador, ahora Santos puede (y debe) construir una agenda coherente de inclusión social tirada a la centro-izquierda.

Las tres lecciones se refuerzan entre sí: las políticas sociales incluyentes que les den protagonismo al campo y la democracia local son la vía hacia una paz duradera, como lo ha entendido Sergio Jaramillo, miembro del equipo negociador del Gobierno. Confiemos en que el presidente también lo haga y tome las decisiones difíciles que faltaron en su primer gobierno. Para eso son los segundos mandatos.

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