Trump, Duterte y el “hombre fuerte”
Krizna Gomez abril 26, 2016
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Cuando les damos a espadachines como Duterte y Trump el poder de decidir quiénes son los buenos y los malos, de rehacer la inocencia y la justicia, los corrompemos absolutamente. Un líder que llega al poder con el tiempo va a actuar de acuerdo a su deseo de mantenerse en él -incluso si eso significa voltear la espalda a aquellos que lo pusieron allí. Y cuando nos damos cuenta de que hemos desatado un monstruo, es demasiado tarde para poner al genio de vuelta en la botella.
Cuando les damos a espadachines como Duterte y Trump el poder de decidir quiénes son los buenos y los malos, de rehacer la inocencia y la justicia, los corrompemos absolutamente. Un líder que llega al poder con el tiempo va a actuar de acuerdo a su deseo de mantenerse en él -incluso si eso significa voltear la espalda a aquellos que lo pusieron allí. Y cuando nos damos cuenta de que hemos desatado un monstruo, es demasiado tarde para poner al genio de vuelta en la botella.
Donald Trump está en todo lado. Está definitivamente en los Estados Unidos, pero también en Filipinas y en otras partes del mundo.
Él es Rodrigo Duterte en las Filipinas -el alcalde de una de las principales ciudades del país- quien lidera las encuestas para las próximas elecciones presidenciales. Un chauvinista sin remordimientos, que recientemente fue objeto de críticas por decir, en broma, que debería haber sido el primero en la fila para agredir sexualmente a una misionera australiana víctima de una violación en grupo y asesinada en una cárcel de su ciudad Davao. Cuando la embajadora de Australia manifestó su indignación por las palabras de Duterte en Twitter, una multitud de leales seguidores del alcalde inundaron la página de Facebook de la Embajada de comentarios ofensivos. Duterte, asegura que en realidad hizo un servicio a la humanidad al, ser el primero en, “tomar su metralleta Uzi y disparar a [los agresores de la Sra. Jacqueline Hamill] hasta desocupar el arma.”
Si es elegido presidente, se comprometió a “disparar a los criminales, colgarlos con hilo de pescar o ahogarlos en la bahía de Manila”, reflejo de su modo vigilante de gobernanza que ha convertido a Davao en una de las ciudades más “seguras” de las Filipinas. Ha habido reportes de más de un millar de homicidios de presuntos delincuentes e incluso niños en Davao a manos de “escuadrones de la muerte” asociados a Duterte (que admitió). Duterte prometió matar a más de 100.000 criminales una vez sea elegido como presidente.
Trump es Marine Le Pen del Frente Nacional de Francia, quien comparó a los musulmanes rezando en las calles con la ocupación nazi. Es también Geert Wilders en los Países Bajos, quien aseguró durante una manifestación que iba a arreglar para que hubiera un “menor número” de marroquíes en su país. Es, en América Latina, Keiko Fujimori la hija del ex dictador Alberto Fujimori, quien sirve una condena de 25 años de cárcel por corrupción y crímenes de lesa humanidad, y segura candidata para la segunda vuelta en las elecciones presidenciales del Perú el 5 de junio. Él es el muy carismático Rafael Correa, presidente de Ecuador, quien les dio la espalda a los numerosos pueblos indígenas que lo eligieron en 2007 sólo para aplastar la libertad de expresión en su país, dedicar, cada sábado, su programa de televisión para arremeter contra aquellos que se burlan de él en redes sociales y para gobernar su país con mano dura.
Presidente de Ecuador Rafael Correa. Fuente: Flickr Creative Commons.
La creciente popularidad de un hombre como Trump nos desconcierta. Sin embargo, él, al igual que Duterte, le Pen, Wilders, Fujimori y Correa, representa algo muy instintivo (si no primitivo) en nosotros. Cuando nos encontramos en una posición de la cual no nos podemos librar, rezamos a lo alto de los cielos por una figura heroica, un hombre fuerte, de tipo espadachín que se supone resolverá los mayores dilemas de nuestra sociedad sólo con un golpe de su sangrienta espada. Él rompe todas las reglas, no necesita ser políticamente correcto, pues al final del día mata a los malos para proteger a los buenos.
Hace un par de semanas, mi familia por parte del lado de mi padre celebró las vacaciones de Semana Santa. Después de haber vivido lejos de las Filipinas, durante unos cuantos años, a menudo espero para ver sus fotos posteadas, casi en tiempo real, en Facebook –unas treinta personas, con edades entre 2 a 65 años, vistiendo camisetas del mismo color y apiñados en un avión– una loca composición de gigantes sonrisas en aeropuertos, playas y hoteles tipo resort. Este año, sin embargo, decidieron viajar a Davao y las fotos registraron una dolorosa realidad ya que posaban con sus pulgares hacia arriba junto una réplica de tamaño real de Duterte, #Du30, expresando con entusiasmo el apoyo a lo que sería la materialización de la impunidad del asesinato en mi país.
Los miembros de mi familia no son personas mal intencionadas que buscan la sangre –de la misma manera que aquellos que apoyan a Trump en los Estados Unidos no son necesariamente racistas o misóginos como su candidato. Son personas agotadas de estar continuamente en riesgo de ser secuestradas o de ser estafadas por delincuentes sin escrúpulos o de temer por la seguridad de sus seres queridos (o en el caso de los Estados Unidos, trabajadores de clase obrera que han tenido suficiente de la crisis económica). Ellos confían en que Duterte de la noche a la mañana podrá “limpiar” a las Filipinas, a diferencia de nuestros líderes del pasado. No más palabras bonitas y procesos reflexivos de toma de decisión. Vamos a matar a todos los criminales y a vivir en paz.
Alcalde de la ciudad de Davao Rodrigo Duterte. Fuente: Flickr Creative Commons.
Me preocupa el futuro de mi país. Sin embargo, la popularidad sin precedentes de líderes de extrema derecha y sus campañas de exclusión, y si no de violencia directa, en diferentes partes del mundo me preocupa aún más. Me preocupa porque para cualquier seguidor de Duterte o Trump (incluyendo a mi familia) soy simplemente una abogada de élite de los derechos humanos que vive en una burbuja de conceptos como “debido proceso” y “presunción de inocencia” y que a veces, incluso, me pongo de lado de la defensa de los “criminales”. Ellos se olvidan que los derechos que defendemos para los acusados son la base de los derechos que nosotros como sociedad disfrutamos –nosotros somos vistos sólo como un platillo que resuena, mientras las personas buenas mueren y las malas deambulan libremente.
Pero ahí es donde yace el peligro de espadachines como Duterte y Trump. Les damos el poder de decidir quiénes son los buenos y los malos (y a quién se debe mantener al otro lado del muro). Lo que se nos olvida es que el poder corrompe y que cuando se concede el poder absoluto a una persona para definir qué significa la inocencia y la justicia, como sociedad lo corrompemos absolutamente. Hoy usted puede muy bien ser el chico bueno como siempre pensó que era. Mañana, puede que no. El día después, su hija puede ya no ser merecedora de protección según el sistema de justicia de su nuevo líder. Un líder que llega al poder con el tiempo va a actuar de acuerdo a su deseo de mantenerse en él -incluso si eso significa voltear la espalda a aquellos que lo pusieron allí. Y cuando nos damos cuenta de que hemos desatado un monstruo, es demasiado tarde para poner al genio de vuelta en la botella. Lo único que queda por hacer es, entonces, levantarse y salir a las calles (una vez más) para derrocar a un dictador abusivo y al siguiente día renacer de las cenizas de nuestra propia locura.
El peligro de dejar el cambio en manos de una sola personalidad gigante es que no es más que una solución cosmética para una estructura podrida. ¿La inmigración estira los recursos de nuestro país? No nos molestemos en hacer frente a la raíz del problema que los hace huir o en apreciar cómo nuestra sociedad puede mejorar con la afluencia de personas dispuestas a trabajar duro para una nueva vida, sino que simplemente enviémoslos de vuelta. ¿No se puede resolver el problema de la delincuencia? Ni siquiera pensemos en cómo hacer frente a como cientos de años de pobreza y desigualdad inciden en los índices de criminalidad más bien disparemos a todos los delincuentes (de los cuales nunca podremos estar seguros si son realmente culpables, ya que, hemos dejado a las cortes incapaces de realizar esta pequeña tarea).
La idea del hombre fuerte puede parecer conveniente, pero nos priva a nosotros mismos de la responsabilidad del cambio que tanto queremos.
Usted es el “chico bueno” y Trump y Duterte lo protegerán. Hasta que un día no lo harán.