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Montes de María, derechos sexuales, derechos reproductivos

Esta serie de particularidades regionales genera prácticas que desconocen la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres. | Santiago Ardila

El nuevo libro de Dejusticia Un Camino Truncado: Derechos Sexuales y Reproductivos en Montes de María lleva la mirada a una de las zonas más afectadas por el conflicto armado con el objetivo de comprender, a partir de los relatos de las montemarianas, cuál es la vigencia y la garantía de estos derechos.

El nuevo libro de Dejusticia Un Camino Truncado: Derechos Sexuales y Reproductivos en Montes de María lleva la mirada a una de las zonas más afectadas por el conflicto armado con el objetivo de comprender, a partir de los relatos de las montemarianas, cuál es la vigencia y la garantía de estos derechos.

Un camino truncado, lleno de obstáculos e interrupciones. Así es el camino que han recorrido los derechos sexuales y reproductivos en su intento por llegar a las zonas periféricas del país. A pesar del progresivo reconocimiento de estos derechos, las mujeres de zonas rurales aún sufren graves trabas para abortar legalmente, para acceder a anticonceptivos o para decidir el número de hijos que desean tener. La idea de que estos derechos aún están lejos de las regiones, de que no se cumplen ni son conocidos por los funcionarios, inspiró el nombre y el sentido del nuevo libro que escribí junto con mis colegas Nina Chaparro y Margarita Martínez: Un Camino Truncado: Derechos Sexuales y Reproductivos en Montes de María. 

En este texto, que parte de la voz de 35 mujeres montemarianas, exploramos cómo se viven estos derechos en una de las zonas más afectadas por el conflicto armado. Tomando como punto de partida un taller realizado con lideresas de María La Baja, reconstruimos una fracción de lo que estas mujeres piensan en el ámbito personal, el familiar y el comunitario sobre la sexualidad y la reproducción. Sus relatos nos permitieron ver que en Montes de María la maternidad es un mandato. Su cuerpo es visto únicamente como una dimensión reproductiva y quienes deciden rebelarse ante este imperativo son llamadas “defectuosas”.

Este mandato desencadena fuertes implicaciones en la vida afectiva de las mujeres: muchas de ellas interiorizan esta expectativa, se ven a sí mismas como objetos de reproducción y, si no pueden tener hijos, sufren las consecuencias emocionales del rechazo familiar. Una de las mujeres relata, por ejemplo, que su pareja y su familia la rechazan porque no quiere tener hijos: “todo el mundo me critica, todo el mundo me estigmatiza por donde quiera que paso. Es mi decisión y deben respetarla, porque yo pienso que cada ser humano es libre de hacer lo que quiera. Pero aquí no respetamos eso”.

Aunque este imperativo no es exclusivo de Montes de María —y ni siquiera de las zonas rurales—, se funde con otras condiciones propias de la zona, como el legado de violencia y subordinación que dejó el conflicto armado. Durante los años más crudos de la guerra, las mujeres, así como las personas LGBT, fueron botines de guerra y la violencia sexual fue el arma predilecta de los actores armados. Muchos de ellos se apropiaron de sus cuerpos y desconocieron cualquier rastro de su autonomía sexual o reproductiva. Por medio de este tipo de violencia, estos actores enviaron el mensaje de que las mujeres eran objetos apropiables y agudizaron los prejuicios de género ya presentes en el Caribe colombiano. Este legado, aún latente, amenaza con retornar a la zona si no se cuestionan los estereotipos de género que dominan la región ni se desarticulan las violencias cotidianas que sufren las mujeres.

Otro de los factores que juega un rol determinante en la garantía de estos derechos es la tradición de debilidad institucional y precariedad socioeconómica de Montes de María. La guerra y el control de la zona por clanes regionales ha dejado una débil infraestructura en salud, lo que se traduce en falta de médicos especializados, de medicamentos y de procedimientos quirúrgicos. Las mujeres deben viajar largas distancias para acceder a la interrupción del embarazo, para conseguir anticonceptivos o para practicarse un examen médico. Como lo menciona una de ellas, “la ambulancia está en el casco urbano, en las veredas no tenemos; tenemos construcciones destruidas, pero no tenemos nada […]. Allá no sabemos ni siquiera qué es una enfermera”.

Esta serie de particularidades regionales genera prácticas que desconocen la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres. Como lo contaron varias de ellas, algo habitual en los centros de salud es revelar públicamente los resultados de los exámenes médicos: las enfermedades de transmisión sexual, los embarazos y los abortos se convierten en rumores de pasillo y el deber de guardar el secreto profesional se convierte en una regla inexistente. El relato de una mujer muestra esta situación con claridad: “En San Pablo las mujeres no se quieren hacer la citología porque destapan todos los resultados. Una vez el médico, que era el único que había, públicamente le dijo a una mujer ‘usted está pringada’ y las que estaban ahí dijeron ‘yo jamás vuelvo aquí’. Y ahora tengo que hacer grupos, desocupar el cuarto, poner una camilla y que se hagan la citología ahí en la casa. ‘Pringada’ es que está con una enfermedad venérea, y eso ya lo sabe todo el mundo”.

También el derecho a abortar de manera legal y segura se pone en riesgo. El estigma contra las mujeres que abortan no solo está presente en el tejido cultural de la región, sino que se desplaza a las clínicas y centros de salud. Quienes necesitan abortar no pueden hacerlo porque son juzgadas, obtienen información falsa o incompleta sobre las causales de despenalización y no cuentan con el apoyo de sus familias o comunidades. La situación es tal que una mujer sugiere que “en la región es como si el aborto fuera ilegal. Eso no existe”.

Como ya lo expliqué en otra columna, esta situación solo es remediada, en parte, por el trabajo de las lideresas de la región. Son ellas quienes han llevado los derechos sexuales y reproductivos a Montes de María y quienes han logrado superar algunos obstáculos en su implementación. Este libro nos deja un fragmento de sus experiencias y brinda una mirada regional de las barreras existentes para acceder a estos derechos. Sin embargo, es un texto que no busca revelar verdades absolutas, y somos conscientes de que es solo un primer intento de abordar estas vivencias.

Finalmente, el camino truncado que le da el título a nuestro libro realmente es una metáfora para hablar de varios caminos: el de los derechos que no llegan a las regiones, el de las lideresas que luchan para que las autoridades apliquen la ley y el de las mujeres rurales que, por los constreñimientos culturales y la ineficiencia institucional, no pueden ejercer su libertad reproductiva.

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