Un debate racional sobre toros
César Rodríguez Garavito Septiembre 9, 2014
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El toreo es “un acto civilizador, la confrontación entre la razón y la fuerza, en la cual sale triunfadora la razón”, dice el procurador Ordóñez.
El toreo es “un acto civilizador, la confrontación entre la razón y la fuerza, en la cual sale triunfadora la razón”, dice el procurador Ordóñez.
Pero la razón ha sido la gran perdedora en el debate sobre el fallo de la Corte Constitucional, que ordena el regreso de las corridas a Bogotá. Si la exigencia básica de la razón es la coherencia en los argumentos, tanto la Corte como los taurinos y sus defensores (y algunos antitaurinos) están perdiendo la ocasión de dar una discusión racional sobre el difícil tema de los toros, y el aún más complejo de la dignidad de los animales no humanos.
Comienzo resaltando las contradicciones de la Corte y quienes celebran su fallo, y dejo para otra columna las de algunos antitaurinos. La primera es jurídica: el fallo 2-1 de la sala de tutela, que favoreció a la Corporación Taurina, contradice la sentencia de la Corte en pleno que, en 2010, avaló la autorización legal de las corridas de toros (C-666). En esa oportunidad, la Corte resolvió el dilema entre dos valores constitucionales (la protección de una práctica cultural y la de los animales y el medio ambiente) optando por una vía intermedia: aunque están prohibidos los actos crueles contra los animales (Ley 84/89), la misma ley exceptúa las corridas de toros y las riñas de gallos.
Pero la excepción tiene límites. Las corridas y riñas pueden ser restringidas o incluso prohibidas por “las autoridades administrativas municipales… [quienes] pueden determinar si permiten o no el desarrollo de las mismas en el territorio en el cual ejercen su jurisdicción”, según la Corte. Así que los alcaldes pueden restringir el uso de escenarios públicos para corridas de toros o peleas de gallos, como lo hizo el de Bogotá y lo anotó el magistrado Gabriel Mendoza en su salvamento de voto la semana pasada.
La segunda inconsistencia es el trato preferencial que reciben las corridas frente a otras prácticas culturales. Tienen razón los libertarios que, sin ser aficionados a los toros, sospechan del prohibicionismo y defienden los derechos de las minorías. Pero tienden a olvidar que la taurómaca es una minoría particular, que ha recibido un tratamiento privilegiado e injustificado en comparación con otras que podrían alegar los mismos derechos. Apenas el año pasado el Congreso prohibió el uso de animales en los circos, con el aval de la Corte y sin la oposición de los antiprohibicionistas, aunque se tratara de una larga tradición cultural que disfruta un público cada vez más popular. La verdad es que los espectadores circenses no tienen la influencia de los taurinos, ni un lobby que pueda elevar su afición al estatus legal de “expresión artística del ser humano”, según reza el Estatuto Taurino.
La tercera contradicción es teórica. La misma distinción entre “razón y fuerza” del procurador, propia de la moralidad kantiana y la tradición judeo-cristiana, es hoy controvertida por teorías morales que muestran las incoherencias de reconocer la dignidad humana, pero no la de los animales sintientes. Aunque volveré sobre esto en la columna sobre los antitaurinos, por ahora remito al libro esencial de Martha Nussbaum, Las fronteras de la justicia.
En lo que sí tiene razón la Corte es en negarse a tomar la decisión final sobre la prohibición de las corridas. Porque la vía para el debate que ha faltado es la deliberación democrática, tanto en el Congreso (como lo dice la Corte en su fallo reciente) como en procesos de consulta popular en los municipios afectados (como lo permite el fallo de 2010). Ojalá la discusión esté guiada por la razón.
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