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Hay que asumir los retos de la sociedad compleja que hoy tenemos; ello implica aceptar la diversidad familiar y los valores positivos que ella encarna.

Hay que asumir los retos de la sociedad compleja que hoy tenemos; ello implica aceptar la diversidad familiar y los valores positivos que ella encarna.

Los tradicionalistas no aceptan que el mundo se haya vuelto más complejo y que no sea fácil de juzgar con un “sí” o con un “no”. Hace medio siglo o más, la sociedad estaba conformada por familias católicas heterosexuales. Hoy en día, en cambio, hay familias monoparentales (la mayoría, de hecho) y familias compuestas por parejas del mismo sexo. Muchos aceptan esta complejidad como algo normal e incluso como algo positivo. Pero los tradicionalistas se resisten. Su intransigencia está más fundada en la antipatía contra los gays que en razones que prueben la inconveniencia de esos cambios. Treinta años de investigación sobre el comportamiento de niños adoptados por parejas del mismo sexo demuestran que estos son tan felices y tan capaces como los hijos de las familias heterosexuales.

Como la ciencia no está de su lado, los defensores de la familia tradicional acuden a la religión; es la garante de la sociedad simple y severa que ellos echan de menos. En el debate del referendo contra la adopción igualitaria que terminó esta semana, el representante liberal Silvio Carrasquilla, por ejemplo, sostuvo que Dios y la Biblia estaban por encima de la Constitución y de la ciencia. Algunos van incluso más allá, como el señor Carlos Alonso Lucio (esposo de la senadora Morales que impulsó el proyecto de referendo), quien desechó de un tajo las evidencias científicas sobre los hijos de parejas del mismo sexo. Para criar niños, dijo en su intervención en el Congreso, no hay que acudir a las investigaciones hechas en las universidades de Yale, la Sorbona o Stanford, sino a nuestra cultura y a nuestra experiencia. Y de manera desafiante agregó esto: “Hago caso omiso de todos los estudios y de todos los genios y digo que no necesito más que de mi propia experiencia”. (Este “llamado a la ignorancia” me recuerda aquel conocido evento ocurrido en la Universidad de Salamanca durante la guerra civil española, cuando don Miguel de Unamuno fue interpelado por el general franquista Millán Astray con el grito: “Abajo la inteligencia, viva la muerte”).

Los tradicionalistas quieren que volvamos al mundo de antes, cuando, creen ellos, todo era simple y de una sola pieza (en esto hay algo de ficción); un mundo en el que se obedecía a Dios y a su ejército de sacerdotes sin preguntar por qué y sin investigar lo que ocurría en la realidad. Un mundo tan ordenado como autoritario; tan cognitivamente ciego como humanamente rudo.

Pero hay que asumir los retos de la sociedad compleja que hoy tenemos; ello implica aceptar la diversidad familiar y los valores positivos que ella encarna. No se trata de hacer una defensa ciega, por supuesto, sino legitimada por la participación democrática, la defensa de las minorías y las evidencias científicas.

La semana pasada estuve en un evento sobre arte y periodismo en la Embajada de Holanda. Allí, el embajador leyó un poema de K. Michel que sugiere justamente esa relación entre lo simple y lo rudo, que he mencionado aquí a propósito de los defensores de una sociedad compuesta por familias católicas y heterosexuales. Ese poema dice lo siguiente:

“Siempre hay más de una opción / y antes de hacer (o dejar de hacer) / siempre se puede contar hasta basta. Para una pelea hacen falta dos ideas / para un beso cuatro labios / para un cuerpo cinco litros de sangre. Para hacer lluvia, un árbol / una casa, música, un sueño / se necesitan varios elementos. Y en las huellas de animales espantadizos / alrededor de un abrevadero encenegado / brillan por la noche un millón de estrellas. Para alguien que no piensa más / que con el uno (y no con el otro) / esa cifra es un martillo / y el mundo entero un clavo”.

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