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Durante las décadas que duró el conflicto armado se escribió mucho sobre la violencia y sus causas, al punto de que surgió un grupo de expertos en este tema (único en el mundo) al que se le puso el nombre de violentólogos. Tal vez hoy debemos hacer algo parecido con la corrupción.

Durante las décadas que duró el conflicto armado se escribió mucho sobre la violencia y sus causas, al punto de que surgió un grupo de expertos en este tema (único en el mundo) al que se le puso el nombre de violentólogos. Tal vez hoy debemos hacer algo parecido con la corrupción.

El debate nacional ha cambiado mucho en Colombia. Entre 1985 y 2015 el país estuvo absorto en los temas de la violencia; en el análisis de sus causas y de sus implicaciones.

Hoy, en cambio, con el desvanecimiento del conflicto armado, sólo se habla de la corrupción y de la crisis moral que la alimenta.

Esta no es, por supuesto, la primera vez que en el país se plantea el derrumbe de la ética. Desde los inicios de la república, para no ir más lejos, la Iglesia católica y las élites conservadoras han visto en ello la causa de casi todos nuestros males. Lo que ha cambiado tal vez es la manera de ver el problema. Hasta hace poco se creía que el derrumbe de las costumbres morales estaba asociado con el avance de la laicización. La religiosidad era vista como la garantía del buen comportamiento ciudadano. Sin fe, se decía, la sociedad se derrumba.

Hoy sabemos que esto no es cierto y que la fe no necesariamente lleva a las buenas costumbres. Más aún, hay indicios de lo contrario. Me limito a dar un ejemplo. En una investigación reciente sobre profesores tramposos en universidades, que publicamos en Dejusticia con el apoyo de la Gobernación de Antioquia (administración anterior), puede verse uno de esos indicios. La investigación parte de una encuesta hecha a 600 profesores en la que se pregunta por conductas de integridad académica y cultura ciudadana. Pues bien, uno de los hallazgos de este trabajo es el siguiente: mientras más confianza tienen los profesores en instituciones civiles, tales como la Policía, las alcaldías o el Ejército, tanto más tienden cumplir con normas de cultura ciudadana e integridad académica. Por el contrario, el porcentaje de profesores que comete fraudes académicos aumenta a medida que aumenta su confianza en la Iglesia. Ese porcentaje es de solo 16 % entre los que más desconfían y asciende a 28 % entre los que más confían.

Claro, solo se trata de una tendencia y por eso no se puede afirmar que ser creyente conduce necesariamente a ser menos respetuoso de normas morales. Lo que sí se puede concluir, en esta y en muchas otras investigaciones del mismo tipo, es que la ética no depende de la fe y que una sociedad que quiera elevar los estándares éticos debería pensar menos en inculcar la religiosidad de su gente y más en promover entre ellos una moral laica y universal, sin distinción de credos.

Durante las décadas que duró el conflicto armado se escribió mucho sobre la violencia y sus causas, al punto de que surgió un grupo de expertos en este tema (único en el mundo) al que se le puso el nombre de violentólogos. Tal vez hoy debemos hacer algo parecido con la corrupción. Con esto no quiero proponer que se organice un grupo de corruptólogos, entre otras cosas porque no creo que este tema sea solo cuestión de expertos. Pero sí que se estudie y debata el fenómeno de la deshonestidad, pública y privada, como causa social de la corrupción. No se trata de plantear un debate filosófico, sobre la ética en general, sino de investigar cómo se manifiesta la deshonestidad y qué la origina.

Si sabemos eso podremos tener una mejor idea de cuál es la conducta ética que hay que inculcar en los individuos para tener un país que funcione. Un país que deje de estar ensimismado en los escándalos de corrupción (como antes lo estaba en los hechos de la guerra) y se concentre en los temas propios de un país normal, como la educación, el trabajo, el desarrollo y el bienestar de la ciudadanía.

De interés: Corrupción

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