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A veces los cambios cruciales se hacen sin tanta bulla. Mientras el resto del país debatía los vericuetos de la reforma al equilibrio de poderes, el Gobierno les cumplía a los pueblos indígenas una deuda de más de dos décadas: la promesa de la Constitución de 1991 de reconocerles el derecho de administrar sus territorios y organizar sus asuntos con mayor autonomía. Sin mayor ceremonia, un decreto identificado con un número olvidable (1953) dio el pasado 7 de octubre un paso memorable hacia la restauración de los derechos plenos de ciudadanía de los pueblos indígenas.

A veces los cambios cruciales se hacen sin tanta bulla. Mientras el resto del país debatía los vericuetos de la reforma al equilibrio de poderes, el Gobierno les cumplía a los pueblos indígenas una deuda de más de dos décadas: la promesa de la Constitución de 1991 de reconocerles el derecho de administrar sus territorios y organizar sus asuntos con mayor autonomía. Sin mayor ceremonia, un decreto identificado con un número olvidable (1953) dio el pasado 7 de octubre un paso memorable hacia la restauración de los derechos plenos de ciudadanía de los pueblos indígenas.

*Veinte años y una minga

Fueron Lorenzo Muelas y Francisco Rojas Birry, representantes indígenas en la Asamblea Nacional Constituyente, quienes lograron incluir una norma en la Constitución (el artículo transitorio 56) que hiciera realidad las entidades territoriales previstas en la misma Carta para darles mayor poder a las autoridades indígenas sobre sus territorios. Previendo la oposición o la inacción de la clase política en el Congreso, la Asamblea autorizó al Gobierno Nacional a expedir las normas necesarias para ponerlas en funcionamiento. Los constituyentes estaban en lo cierto: el Congreso nunca legisló sobre la materia, a pesar de las exhortaciones repetidas de la Corte Constitucional.

Por eso el asunto de las entidades territoriales fue una de las exigencias principales de las protestas indígenas de octubre pasado. La Minga Indígena, Social y Popular de octubre se activó simultáneamente en 18 esquinas del país y convergió en el resguardo La María Piendamó. En ese punto emblemático del Cauca, epicentro de los reclamos históricos por la tierra, el movimiento indígena le recordó la promesa constitucional a Aurelio Iragorri, a la sazón ministro del Interior.

La minga se desactivó con la firma de 30 acuerdos con el Gobierno, que incluyen la expedición de cuatro decretos sobre la protección de los territorios indígenas y el fortalecimiento de sus autoridades. Como pasaba el tiempo y el Gobierno no cumplía, Iragorri reafirmó el compromiso con una frase retórica, pero terminante: se sometería “al cepo si no se firman o no se aplican (los acuerdos)”.

* Un paso

El ahora ministro de Agricultura se salvó del simbólico cepo. El del miércoles fue el primero de los decretos prometidos, que “pone a funcionar las entidades territoriales y para ello les asigna competencias a las autoridades indígenas para el manejo de varios derechos de los indígenas”, como nos lo dijo Ernesto Perafán, asesor jurídico de la Comisión Nacional encargada de redactar la norma.

El decreto otorga a las entidades indígenas y sus autoridades recursos del Sistema General de Participación para cumplir cuatro funciones. Primera, les permite utilizarlos para incorporar los conocimientos y las tradiciones propias en el currículo de los sistemas educativos indígenas. Como nos lo sostuvo Darío Mejía, coordinador de la comisión redactora del decreto, con esta reforma “son las autoridades indígenas las que van a decidir con los pueblos qué se debe dar en nuestras instituciones”.

Segunda, el decreto fortalece el sistema de la salud al afinar la coordinación entre la atención médica del sistema nacional y la medicina indígena. En palabras de Juvenal Arrieta, secretario general de la ONIC, el nuevo sistema “se fundamenta en la gobernabilidad de los indígenas y la medicina propia”, de modo que los tratamientos que recibirán los indígenas podrán incorporar elementos de sus conocimientos ancestrales.

Tercera, la reforma asignó a las unidades territoriales indígenas la responsabilidad de prestar los servicios de agua potable y saneamiento básico. Finalmente, protegió la jurisdicción especial de los pueblos indígenas. Para eso ordenó que los funcionarios del Estado reconozcan la facultad que tienen las autoridades indígenas para establecer las normas y ejercer de manera preferente su jurisdicción de acuerdo con la ley de origen, el derecho mayor y el derecho propio.

* Lo que viene

Aunque el decreto es una vieja deuda y replica normas que otros estados como Canadá reconocen a los pueblos indígenas, su aplicación está lejos de estar garantizada y de seguro suscitará oposición. En cuanto a lo primero, es aleccionadora la experiencia de la Ley 70 de 1993 sobre el gobierno de los territorios de comunidades negras. Expedida también por mandato de la Constitución del 91, la Ley 70 se ha quedado en buena medida en el papel, a falta de voluntad política y de recursos para implementarla. De modo que habrá que estar atentos a lo que viene, para que el decreto indígena “no se quede como muchos artículos de la Constitución que sólo están en el papel”, como nos lo confesó Mejía.

Pero quizás el riesgo más serio viene de los poderosos intereses que se resistirán a su implementación, comenzando por los alcaldes que solían retener los recursos que ahora deben ir a las autoridades indígenas para gestionar los sistemas de educación y salud propios. También se oponen sectores políticos que abogan por los propietarios de tierras que están en disputa con los indígenas en departamentos como el Cauca. Ya la senadora Paloma Valencia se pronunció en duros términos contra el decreto. El liderazgo indígena estima que la oposición se funda en “un criterio de discriminación y racismo en contra de los indígenas”, como nos comentó Luis Fernando Arias, consejero mayor de la ONIC. El debate que viene mostrará si están en lo cierto.

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