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Si lo desconcierta la cumbre de cambio climático en París, no está solo. 

Si lo desconcierta la cumbre de cambio climático en París, no está solo. 

Se sabe que la reunión va a fracasar. Pero también que va a ser un éxito. Que el acuerdo que se logrará dejaría el planeta al borde del colapso. Y que un pacto así puede salvar al mundo.

Por eso, quizás el granito de arena que podemos poner los que engrosamos la multitud anónima de 50.000 participantes de la cumbre, es explicar por qué lo aparentemente contradictorio no lo es tanto, cuando se tiene en cuenta la naturaleza del dilema y las soluciones.

El problema del problema del calentamiento global es que es “endemoniadamente difícil”, como han escrito Kelly Levin y otros analistas que han teorizado este tipo de dilema. Se agrava con cada minuto que pasa, su solución depende principalmente de los que los más han contribuido a causarlo (los países ricos), no hay una autoridad mundial que pueda imponer un remedio, y sus peores efectos se verían en un futuro que, aunque no tan lejano (25-75 años), no nos duele a quienes podemos hacer algo por detenerlo, porque no tendremos que sufrirlo.

De ahí que hayan pasado 20 cumbres sin resultado, y que las metas de reducción de emisiones de carbono que firmarán los Estados en París ni siquiera se acerquen a las necesarias para evitar los dos grados centígrados de calentamiento global —el límite que, según los científicos, nos separa de la calamidad ambiental—. En eso consiste lo trágico del cambio climático y de los cónclaves para enfrentarlo.

A un lío singular, soluciones singulares. Una de las razones del descalabro de las cumbres pasadas es que buscaron el remedio convencional: un tratado internacional con obligaciones inmediatas y duras para todos los países. Aunque deseable, un acuerdo así desconoce los rasgos de los problemas sociales “endemoniadamente difíciles”. Como lo han mostrado estudiosos de la regulación global como David Victor, lo que funciona en estos casos son cambios graduales pero incrementales, que incentiven a los muchos actores involucrados a cambiar su conducta, con base en información transparente sobre los avances y lo que falta por hacer.

Aquí estaría el éxito de París. Las metas voluntarias que ha propuesto cada país ofrecen, por primera vez, información pública y verificable sobre el nivel de emisiones y las promesas para reducirlos. Son solo un paso inicial hacia metas más ambiciosas, que serían posibles por la presión y la acción de ciudadanos, gobiernos, empresas y autoridades locales para abandonar los combustibles fósiles y abrazar energías limpias. Así se han difundido las energías solar y eólica en Europa y EE.UU; primero lentamente, luego decididamente, a medida que han recibido más apoyo gubernamental y han ganado más y más usuarios.

París no es el fin del partido del cambio climático, pero sus metas dejarán claro el marcador, como escribió el activista Bill McKibben. Por ahora, es un marcador desfavorable para los seres humanos y la vida sobre el planeta, cuando ya estamos entrando en tiempo de descuento.

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