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A mediados del siglo pasado teníamos red ferroviaria, instituto de seguros sociales, correos nacionales y empresa de telecomunicaciones. La integración nacional (la poca que había) se lograba a través de esas empresas. Hoy no queda casi nada de eso. ¿Quién cumple entonces la función de integrar al país?

A mediados del siglo pasado teníamos red ferroviaria, instituto de seguros sociales, correos nacionales y empresa de telecomunicaciones. La integración nacional (la poca que había) se lograba a través de esas empresas. Hoy no queda casi nada de eso. ¿Quién cumple entonces la función de integrar al país?



No he hecho ninguna investigación al respecto, pero mi impresión es que, a diferencia de lo que sucedía hace 60 años, hoy el grueso de la tarea de integración nacional corresponde (además de las motos y de los celulares) a dos entidades: en primer lugar, a las Fuerzas Armadas, que han tenido un crecimiento espectacular en este medio siglo, y en segundo lugar, a la televisión y en particular a los canales privados (Caracol y RCN) que llegan al 95% de los hogares colombianos.

La mayor presencia del Ejército y de la Policía no es una sorpresa y hace parte del proceso normal de consolidación territorial del Estado. Lo que sí asombra es la presencia de la televisión privada. Según Bonilla y González, en los hogares pobres de Colombia hay más televisores que estufas, y es muy frecuente que las familias prefieran pagar la cuota del televisor que la tarifa de alcantarillado o incluso que comprar algunos alimentos básicos (Destellos y sombras de la televisión colombiana, 2004).

Sólo por eso, la televisión debería ser objeto de un debate nacional. Pero hay más: de ella depende, en buena medida, la reproducción del ideario colectivo que sustenta el tipo de sociedad que tenemos. Es pues un asunto público de la mayor importancia. No obstante, los colombianos somos en exceso complacientes con lo que nos venden RCN y Caracol; como de hecho lo somos con todo lo que venga del sector privado y en particular de los grandes poderes económicos, como si allí no pasara nada de lo cual pudiéramos preocuparnos.

Es cierto que esporádicamente, cuando la grosería o la flojera habitual de la programación que ofrecen Caracol y RCN supera los niveles de tolerancia que tienen los televidentes (niveles muy altos, por cierto), surgen voces críticas, como ocurrió esta semana con el tema de los realities. Pero el escándalo no perdura y eso debido a que en este país, lo que no pasa por la televisión, no existe políticamente.

Con esto no estoy insinuando que los realities deban ser prohibidos o censurados. En absoluto. La libertad para ver bodrios como esos está muy por encima del deber estatal de propiciar la cultura y la buena educación. Lo que creo es que debería haber un mayor control del mercado de la televisión; un mercado dominado por dos vendedores (duopolio) que hacen parte de los emporios económicos del país. Temas como el uso indiscriminado de publicidad o la llamada autopauta (publicidad de las empresas del propio grupo económico) que reduce artificialmente los ingresos de Caracol y RCN, y refuerza la posición dominante de los grupos económicos, deberían ser objeto de un debate público. La televisión es un asunto demasiado serio para dejarlo en las manos de un par de grupos económicos que ni siquiera parecen tener eso que llaman hoy responsabilidad empresarial, mucho menos interés por elevar el nivel cultural de los colombianos.

Ni los partidos, ni el Gobierno, ni los demás medios alzarán su voz contra los canales privados. Sólo la mayor competencia (más canales), el aumento del control estatal (la CNTV era un desastre y la nueva ANTV no funciona todavía) y la mayor participación crítica de la sociedad civil, pueden mejorar la televisión que tenemos.

Ahora que se habla tanto del poder ciudadano y de su capacidad para oxigenar la maltrecha democracia colombiana, la televisión debería ser un tema tan importante para esos ciudadanos inquietos y críticos, como lo han sido el Congreso y la corrupción política.

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