Volver a la paciencia
Mauricio García Villegas abril 18, 2014
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En las últimas semanas, estando fuera del país y con poco acceso a noticias, me he enterado de lo que ocurre leyendo el periódico del día anterior.
En las últimas semanas, estando fuera del país y con poco acceso a noticias, me he enterado de lo que ocurre leyendo el periódico del día anterior.
Algo parecido me pasó hace muchos años, cuando era estudiante en Bruselas. En ese entonces la internet no existía y la información sobre Colombia me llegaba por correo, en recortes de prensa juiciosamente seleccionados por mi madre y enviados en cartas expedidas cada dos semanas. Entonces vivía en un mundo que me llevaba quince días de ventaja.
Semejante espera, con el avance actual de las comunicaciones, parece angustiosa. Hoy vivimos en un hiperpresente en donde todo pasa, y digo “todo pasa” en el doble sentido de esa expresión, es decir, todo ocurre y todo deja de ocurrir. Las comunicación inmediata se volvió un modo de vida, además perfectamente sintonizado con la necesidad que tienen los mercados de vender rápido y en grandes cantidades. La manifestación más dramática de lo que digo se encuentra en el mundo financiero, en donde las fortunas se hacen y deshacen en cuestión de segundos, con una llamada, o con el “enter” de un teclado. La riqueza se busca con impaciencia. Antes los campesinos sembraban árboles para sus hijos, hoy lotean el terreno o lo negocian con un banco.
Esta relación frenética con el presente, en donde nada perdura, produce cierta angustia. No estoy seguro, pero es posible que el resurgimiento del fanatismo religioso y la radicalización actual de una parte importante de los creyentes sea un impulso mental destinado a evitar (infructuosamente) la disolución de lo duradero (los valores, los ideales, etc.) en la perpetua brevedad de los acontecimientos cotidianos.
El hecho es que entre la presión impuesta por la temporalidad bancaria y el escape prometido por la temporalidad religiosa hemos ido olvidando esa temporalidad intermedia que es la de nuestros cuerpos, nuestras sociedades y nuestro planeta. Entre el corto (cortísimo) plazo de la productividad y el largo (larguísimo) plazo de la salvación eterna tenemos un vacío insondable que nos aleja de las soluciones que requieren los problemas que enfrentamos. Esta semana, por ejemplo, apareció la última entrega del quinto informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, en donde se muestra que el deterioro del planeta es peor de lo previsto y que si no hay cambios drásticos destinados a sintonizar la productividad con la sostenibilidad, vamos directo hacia una catástrofe.
De otra parte, el mundo de la política se volvió un negocio cada vez más ligado al ritmo acelerado del consumo y, por ello mismo, cada vez menos dispuesto a reconocer la temporalidad lenta de la historia y de los pueblos. Las soluciones de largo plazo, las que incluyen varias generaciones, no se venden en las urnas. Mejorar la educación pública, promover la cultura ciudadana, pensar en un planeta en el que nuestros nietos puedan vivir, son temas que implican políticas de largo aliento que terminan siendo desplazadas por los imperativos coyunturales de la seguridad o de la rentabilidad económica (lo urgente ha reemplazado lo importante). Pero en política, como en gastronomía, las buenas recetas toman tiempo; un tiempo que nos ha sido confiscado por la impaciencia del mundo actual. No me explico cómo los jóvenes, que son las principales víctimas de esta mala política, no protestan más contra el egoísmo cortoplacista de los adultos que nos gobiernan.
Leyendo el periódico de ayer pienso que la paciencia, esa actitud que nos permitía escribir cartas y ver el mundo con los ojos del mediano plazo, era una virtud social más importante de lo que solemos pensar ahora.