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Cambio Climático

Recuperar el tiempo implica cambiar la forma de pensar sobre él. Implica concebir no sólo la urgencia del corto plazo, sino también los procesos de larguísimo plazo, como la evolución de las especies y la formación del clima y las montañas. | Jeremy Bishop, Unsplash

Recuperar el tiempo implica cambiar la forma de pensar sobre él. Implica concebir no sólo la urgencia del corto plazo, sino también los procesos de larguísimo plazo, como la evolución de las especies y la formación del clima y las montañas.

Recuperar el tiempo implica cambiar la forma de pensar sobre él. Implica concebir no sólo la urgencia del corto plazo, sino también los procesos de larguísimo plazo, como la evolución de las especies y la formación del clima y las montañas.

Si el final del siglo XX y el comienzo del XXI fue la época de la preocupación por el espacio, creo que en lo que queda del siglo la variable dominante será el tiempo.

Por definición, la globalización de los años 1990 y 2000 fue un fenómeno espacial: la expansión de los mercados a todo el mundo, la conexión de los últimos rincones del planeta a las redes de telecomunicaciones, el ascenso de esa ideología sin fronteras que es el neoliberalismo. Obsesionados con traspasar las barreras del espacio, dejamos a un lado la preocupación por el tiempo. Después de todo, la globalización encarnaba “el fin de la historia”, según los defensores más entusiastas del nuevo orden como Francis Fukuyama.

Hoy sabemos lo prematuro que fue ese diagnóstico. No sólo porque el nacionalismo está erigiendo murallas de odio alrededor del mundo, sino porque nuestro desdén por el tiempo nos está pasando la factura. Sencillamente se nos acabó el tiempo para conjurar con medidas convencionales el peligro existencial del cambio climático. Mi generación (la X) fue hija de la globalización y desperdició los 30 años cruciales que tenía para tomar medidas graduales contra el calentamiento global. Hoy los adolescentes de la generación Z, que hacen huelgas escolares para poner fin a nuestra inacción, están recuperando el sentido del tiempo: el sentido de urgencia y emergencia indispensable para reducir a la mitad las emisiones de carbono a más tardar en 2030, como lo pidieron los científicos del panel intergubernamental de la ONU, para evitar los escenarios más catastróficos del cambio climático.

Recuperar el tiempo implica cambiar la forma de pensar sobre él. Implica concebir no sólo la urgencia del corto plazo, sino también los procesos de larguísimo plazo, como la evolución de las especies y la formación del clima y las montañas. Lo que necesitamos es una forma de ver el tiempo mucho más cercana a la de la geología —que lo mide en miles y millones de años— que a la de la economía —que lo mide en las fracciones de segundo que toman las transacciones financieras—. Como lo escribió la geóloga Marcia Bjornerud en un libro reciente, “los daños ambientales y el malestar existencial están anclados en una noción distorsionada del lugar de la humanidad en la historia del mundo natural. Nos trataríamos mejor, y trataríamos mejor al planeta, si abrazáramos nuestro pasado y destino comunes, viéndonos como herederos suertudos y custodios de la Tierra, antes que como residentes permanentes de ella”.

Esta nueva relación con el tiempo significa cambios prácticos profundos. Significa, por ejemplo, evaluar las decisiones políticas y económicas a la luz del impacto que tendrán sobre las generaciones futuras. Así lo están haciendo algunos jueces en diversos países al suspender proyectos de explotación de combustibles fósiles que dejarían utilidades inmediatas a empresas y gobiernos de hoy, a costa de un planeta inhabitable para los jóvenes y las generaciones del mañana.

Es tiempo de volver pensar en el tiempo.

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