Volviendo a misa
César Rodríguez Garavito Octubre 9, 2015
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Me encontré volviendo a misa después de un cuarto de siglo.
Me encontré volviendo a misa después de un cuarto de siglo.
No era un compromiso social: un bautizo, un matrimonio, una eucaristía por un difunto. Fue algo tan voluntario como espontáneo, la simple casualidad de pasar por la puerta de una iglesia en un país ajeno mientras redoblaban las campanas y mis compañeros de acera se desviaban hacia las escaleras, como invitándome a remontarlas. Y los seguí.
Por ser un templo jesuita, todo parecía una réplica del ambiente de aquellas misas semanales del colegio San Bartolomé, donde una generación de sacerdotes como Francisco de Roux hacía lo que hoy hace el papa: poner el énfasis en el mensaje de paz y justicia social del catolicismo, y no en el conservadurismo moral que condena la diversidad sexual, la anticoncepción o el sacerdocio femenino. Pero este último mensaje se tomó el Vaticano bajo Juan Pablo II y Benedicto XVI, acompañado de una dosis nada mínima de venalidad. Quienes ya resentíamos los dogmas y las jerarquías, nos fuimos de las misas y la religión en general.
Las primeras lecturas del rito revolvieron mis recuerdos menos gratos de la iglesia. El arranque fue el pasaje del Génesis donde Dios crea a Eva de la costilla de Adán. La moraleja usual es que el hombre viene primero, la mujer después, para que formen el único tipo de pareja bendecido por la doctrina oficial. Luego vino la lectura del evangelio de Mateo, con la prédica de Jesús sobre el divorcio (“lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”) que los conservadores citan para criticar la apertura hacia los católicos divorciados que anunció el papa.
Cuando miraba de reojo la puerta y calculaba el momento para escabullirme, me detuvieron en seco las primeras frases del sermón. El párroco de la iglesia de San Francisco Javier invitaba a los fieles a entender los pasajes bíblicos en contexto y adaptarlos a las realidades y necesidades del mundo de hoy. Comenzaba a resonar el eco reformista, alentado por el paso de Francisco por este rincón de EE. UU. hace un par de semanas.
Lo que el sacerdote dijo después no se lo había oído ni siquiera a los curas más de avanzada de mi adolescencia. Lo que dicen el Génesis y Mateo es que los seres humanos necesitamos afecto y compañía, y lo encontramos en todas las relaciones y las parejas fundadas en el amor —entre personas del mismo sexo o entre mujeres y hombres por igual, o entre solteros, casados o divorciados—. Por eso, concluyó, cabía guardar la esperanza de que el Sínodo sobre la Familia, que comenzó el domingo en Roma, alentara al catolicismo a avanzar hacia una posición más incluyente e igualitaria.
Se sabe que los obispos conservadores están haciendo todo lo posible para bloquear la apertura tímida pero significativa de Francisco, que tampoco es un revolucionario en estos temas. El Sínodo no va a cambiar la doctrina sobre la diversidad sexual o el divorcio, ni hacer que excatólicos escépticos volvamos al redil. Pero puede enviar señales de renovación que alienten a sacerdotes progresistas, como los que recuerdo agradecido y el que me hizo completar mi primera misa voluntaria de adulto.
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