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«Cómo es hacer justicia bajo el fuego cruzado»: Reportaje de Semana sobre investigación de Dejusticia
Por: Dejusticia | Noviembre 20, 2008
“Desde que llegaron los paramilitares vivimos en esta guerra terrible entre los dos grupos armados ilegales; esa guerra es la que hace que nuestro oficio se limite esencialmente a levantar muertos, cuando lo que deberíamos estar haciendo es investigando y descubriendo a los culpables”, dice uno de los jueces que relató su testimonio para la investigación Jueces sin Estado hecha por el Centro de Estudios de Justicia y Sociedad (Dejusticia) y que se publicó la semana pasada.
Como este juez, otros funcionarios de la Justicia relatan cómo es su oficio en medio del fuego cruzado, en las regiones apartadas de Colombia. Allí, la Justicia se quita la corbata para hacer en el mejor de los casos, de trabajadora social, en el peor, de servidora de los grupos ilegales.
La investigación de Dejusticia, en el capítulo ‘Relatos de Jueces’ recoge ocho testimonios de jueces y fiscales que laboran en regiones donde la guerra se ha llevado por delante la verdad, y en consecuencia la justicia. El trabajo muestra que pese al avance en seguridad del actual gobierno, este no se traduce en una mayor fortaleza de la institucionalidad de la rama judicial en las regiones donde el conflicto armado sigue vivo. Cada testimonio es la cara unas veces atemorizada, otras veces humillada, del papel de la Justicia en medio de “justicias paralelas”.
Los testimonios
“Aquí la Ley somos nosotros”, le dijo un integrante de las Farc al juez que relata la historia que se llama ‘Y yo con esas ganas de ser juez’. En ese momento este juez, que recién llegaba a trabajar a Murindó, en el Urabá antioqueño, comprendió que para hacer su trabajo no podía enfrentarse a quien ejercía la autoridad en el pueblo, sino que debía hacer el trabajo a medias para no ganarse problemas. Poco a poco se fue olvidando del idealismo que le enseñaron en la universidad, y pese a que ha tenido casos graves, relacionados con el cartel de Medellín, después de haber sido trasladado de varios pueblos de Antioquia y Córdoba relata no sin desconsuelo: “tengo unos casos de paramilitares, pero nunca he podido condenar a un pez gordo”.
El ejercicio de su profesión para estos administradores de Justicia se convierte en una osadía diaria. Así lo relata la fiscal Blanca Arellano en el testimonio que lleva por nombre ‘La fiscal de la funeraria’. Arellano cuenta cómo tuvo que disfrazarse de auxiliar de una funeraria para poder hacer el levantamiento de un cadáver y para poder sacarlo de la casa de unos jóvenes sicarios, que después de asesinarlo estaban celebrando. La Policía tenía miedo de enfrentarlos.
Finalmente Arellano logró procesar y llevar a un tribunal al asesino, quien después cayó muerto cuando atracaba un almacén. A pesar de que todos los días había homicidios en Taminango, Nariño, fue “la única denuncia que recibí y el único proceso por homicidio, entre más de cien que tuve en mis manos, que pude adelantar en el juzgado”, cuenta.
En el relato ‘Administrando justicias en el Sur de Bolívar’, al juez de Barranco de Loba, al Sur de Bolívar le tocó lidiar con el frente 37 de las Farc. Con el tiempo se ganó la confianza de la gente del lugar y daba clases sobre derechos a jóvenes en los colegios.
Esta actitud llevó a los guerrilleros a hacerle una oferta al juez: “administre justicia bajo nuestra supervisión”. Este juez decidió aceptar, porque como él mismo cuenta, “¿qué más podía hacer?”.
Así pasó tres años hasta que, cansado de la humillación logró un traslado a María la Baja. Pero allí era a otro precio. Enilce López, la empresaria del chance que llamaban la ‘Gata’ y un grupo de paramilitares tenían allí mucho poder. Dice el funcionario que sus lugartenientes metían la mano en las elecciones y mataban al que fallara en un proceso en contra de sus intereses. Por esta razón, el juez decidió incapacitarse en una jornada electoral, en la que tenía que ser clavero, para no incurrir en prevaricato y por no quedar como cómplice de los paras. Lo peor era que el juez no podía confiar ni en la Policía y el Ejército pues ellos no cumplían con las diligencias de la justicia cuando éstas afectaban a los paras. “Eso es muy complicado para el juez porque es uno administrando justicia con el propio Estado de enemigo”, cuenta.
“Como ve, ambas son justicias no sólo ilegales sino también militares, justicias de guerra. Y en ambas uno es un títere”, dice al finalizar su relato.
Un caso menos grave es el de ‘El Juez comunitario’, quien optó por hacer el papel de un trabajador social. Tuvo que abandonar su investidura para no reñir con los intereses de la guerrilla. La historia ocurrió también en el Urabá antioqueño y el juez, quien no tuvo problema en revelar su nombre, es Eladio Isaza.
“Lo que yo hacía era manejar las cosas con mucho cuidado; ser muy prudente; muy respetuoso de todo lo que pasaba. Entender la situación. Yo sabía que si me ponía de envalentonado a aplicar los códigos como si estuviera en la Alpujarra de Medellín me sacaban muerto a los ocho días”, dice.
Isaza se dedicó a resolver casos domésticos hasta que fue trasladado al municipio de Nariño, sur de Antioquia, donde la temible Karina, comandante del frente 47 de las Farc amedrantaba a la población. El temor de la guerrilla ante una escalada paramilitar hizo que desconfiaran de todos los funcionarios del Estado. La población quedó en medio de una guerra entre los paras de Ramón Isaza y el frente de Karina.
Fue cuando Isaza se convirtió en consejero, un apoyo moral para los habitantes del pueblo y un pacificador. Por esta razón la guerrilla lo dejó seguir en el pueblo lo que no ocurrió con otros funcionarios públicos. A él le tocó ser testigo de varias tomas guerrilleras, del asesinato de varios funcionarios, incluidos jueces y fiscales, incluso, de masacres.
En una libreta anotaba el número de cadáveres que bajaban por el río. “Yo no podía hacer el levantamiento de esos cadáveres, pero me tranquilizaba un poquito poder anotar en esa libreta, como en una acta imaginaria de levantamiento, cuántos eran, el nombre de alguno de ellos, los tiros que les habían dado, el estado del cadáver, las ropas que vestían, etc. En total conté 54 cadáveres que montaron al ‘carro de la muerte’ (el carro en el que transportaban los cadáveres)”, dice Isaza en su testimonio. Así hasta que logró otro traslado a un municipio de Antioquia más tranquilo.
En estos relatos se encuentran algunas de las reflexiones de estos funcionarios de la rama judicial que en ocasiones hacen de todo menos la labor para la cual se prepararon, por la que el Estado les paga.
Uno de los funcionarios entrevistados describe de manera muy efectiva, la encrucijada en la que se encuentran los funcionarios de la justicia que reclaman garantías para hacer su trabajo:
“Como ve, en esta parte del país la situación no es fácil para la justicia. Por eso es que los jueces tratan de acomodarse como mejor pueden al contexto en el cual les toca vivir y ejercer. Las amenazas y las dificultades para investigar, hacen que los jueces hagan lo mínimo, con tal de no asumir riesgos excesivos, con tal de salvar el pellejo. Es natural, ¿qué otra cosa se les puede pedir? ¿Que sean héroes? No. Por eso, porque se acomodan, todo parece funcionar como si estuviéramos en situación de normalidad.
Sobre todo en Bogotá creen eso. Nadie habla de la capacidad de los actores armados para neutralizar la labor de la justicia. Nadie se atreve a decir que la justicia se dedica sobre todo a hacer memoriales inútiles para luego archivarlos. Todos nos acostumbramos a no producir resultados y nos lavamos las manos con tal de que tengamos trabajo y de que los sueldos sigan siendo girados en nuestras cuentas. Es triste”, dice un fiscal nariñense, el protagonista en la historia titulada ‘La Justicia en medio de la guerra’.