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Conoce la historia de Marcela

A los 9 años Marcela fue enviada a Medellín para ser empleada en la casa de unos conocidos que habían migrado de Bagadó, un municipio de personas afrodescendientes, a 40 kilómetros de la capital chocoana.  Ella salió de su casa porque sus padres ya no podían sostener a sus siete hijos, y el conflicto armado que se vivía en la zona, tenía atemorizadas y empobrecidas a varias familias del municipio, incluida la suya. 

Por: Abril 16, 2020

A finales de los años 90, las acciones de los grupos armados ilegales se recrudecieron en Bagadó y paralizaron al pueblo. Marcela tiene en la memoria la toma en el año 97; 200 subversivos atacaron el cuartel de Policía en la madrugada del último miércoles de enero, cuando terminaba la verbena en honor a la Virgen de La Candelaria. 

Más tarde, en octubre del 2000, otro grupo armado ilegal ocupó el casco urbano e impidió a más de 5.000 habitantes salir de sus casas por varios días. Cuando pudieron movilizarse, los Gutiérrez prefirieron desplazarse a Quibdó que arriesgarse a un nuevo confinamiento, en un pueblo que ya no podía pescar, ni sembrar. 

Así, los padres de Marcela pensaron que enviando a su niña lejos,  economizarían costos y les darían una mejor vida, pero en la ciudad ocurrió lo contrario. Aunque podía ir al colegio, debía levantarse a las 4 de la mañana a lavar, planchar y cocinar para los hijos de esa familia, mayores que ella.  La jornada siempre se extendía hasta las 11 de la noche.

“La señora me maltrataba”– en una ocasión hubo agresión física, agravado por el maltrato psicológico. Todo el tiempo me decía que no sabía hacer las cosas, y que tenía que aprender porque para eso estaba ahí. Otras veces, cuando ella salía de viaje por trabajo o por vacaciones –y eso era hasta por dos semanas–, me decía que me quedaba prohibido ir a la escuela, porque debía hacerme cargo de todos los quehaceres. 

A sus 13 años, Marcela tuvo una segunda experiencia como trabajadora doméstica en Quibdó, capital de Chocó. Su empleadora, era una mujer de poquísimas palabras y particularmente indiferente con ella que estaba sola en esa ciudad y no sabía cómo moverse en los momentos de descanso. Por ese entonces, Marcela ganaba $200.000 pesos colombianos, aunque si se comía algún dulce o alimento por fuera de las tres comidas del día, se lo descontaban. Sus platos estaban separados y, en ocasiones, sus porciones o el tipo de comida eran distintos –en porciones más pequeñas o en malas condiciones– que los del resto. 

–Nunca me ofreció enseñarme la ciudad, y si yo tenía algún reparo sobre las condiciones de mi trabajo, ella decía: entonces se puede ir. 

Aquella frase que escuchó en la infancia volvió a sonar por estos días de pandemia. Marcela, quien es ahora una de las líderes en Bogotá de la Unión Sindical de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (Utrasd), recibió esto de sus empleadores cuando sugirió que no era seguro transportarse ni ir a trabajar, y que había dos niños en casa que la necesitaban. 

Esta vez, Marcela se fue. Justo ahora, su salud, su seguridad y el bienestar de su familia priman sobre el ingreso. Sin embargo, muchos empleadores de trabajadoras del servicio doméstico aún no lo entienden, y despiden o dejan de pagarle a las mujeres que llevan las tareas de cuidado en sus casas.

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