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Al final del año, cuando se negocia el aumento legal del salario mínimo, renacen las discusiones sobre el significado del salario y el trabajo. Gran parte de la oposición a los aumentos del salario está relacionada, por ejemplo, con el hecho de que su valor sirve más como tarifa de medición de múltiples aspectos (como los comparendos, los impuestos, las indemnizaciones) y menos como valor de retribución por la actividad desempeñada.

Al final del año, cuando se negocia el aumento legal del salario mínimo, renacen las discusiones sobre el significado del salario y el trabajo. Gran parte de la oposición a los aumentos del salario está relacionada, por ejemplo, con el hecho de que su valor sirve más como tarifa de medición de múltiples aspectos (como los comparendos, los impuestos, las indemnizaciones) y menos como valor de retribución por la actividad desempeñada.

Algo similar ocurre con el concepto de trabajo. Las mediciones oficiales de desempleo se hacen contando a aquellos que están “ocupados” y no necesariamente a quienes gozan de un trabajo asalariado en el sentido más clásico del término. El argumento es que las formas de ganarse la vida han evolucionado y, por tanto, hay que acomodarse a estos cambios del mercado laboral.

Pero esta evolución sigue estando pendiente en muchos campos, haciendo que quienes deben resignarse a acceder a una de estas formas de ocupación —o incluso a quienes lo hacen de manera voluntaria— tengan condiciones más precarias que los trabajadores asalariados. Y no es sólo en materia de sueldos y prestaciones; es en diversos aspectos en donde se presenta esta situación. Quiero poner aquí dos ejemplos de personas cercanas.

Hace un par de años, con una colega nos presentamos a un concurso docente en la Universidad Nacional. A pesar de que ambos nos graduamos en el mismo año, trabajamos durante el mismo tiempo en cosas muy similares e hicimos posgrados parecidos, mi colega fue descalificada del concurso. ¿La razón? Bajo las normas de la universidad, su experiencia acumulaba la mitad del tiempo efectivamente servido, pues cuando se trata de contratos de “consultoría”, la experiencia se cuenta como 50% de un contrato laboral.

Otra colega estudió con un enorme esfuerzo una reputada maestría en una universidad en el exterior. Para poder estudiar hizo lo que la mayoría de estudiantes colombianos deben hacer: obtuvo una beca parcial, sacó un préstamo con un banco y acudió a Colfuturo. Esta última entidad condona parcialmente los préstamos a las personas que regresan al país, más una parte adicional a aquellas que se vinculan a instituciones públicas. Pero no a mi colega, porque ella es “contratista” en una entidad del Estado. Pese a que realiza todas las funciones de una persona de planta, a mi amiga le pagan menos, tiene que hacerse cargo de su seguridad social, debe pasar por una serie de tortuosos trámites para que le abonen su salario y, como si fuera poco, está pagando más por la universidad que aquellas personas que gozan de un contrato de trabajo.

La política para combatir la informalización y la precariedad laboral es muy importante y debe ser profundizada. Aquellas personas que realmente cumplen funciones de trabajadores asalariados y quieren hacer parte de los beneficios asociados a ello deben tener las mismas obligaciones y derechos, tanto en el sector público como en el privado. Pero esta política no es suficiente. Es necesario hacer un barrido general de todas estas normas que generan discriminaciones y que ponen a quienes —queriendo o sin querer— carecen de un contrato formal en una situación más desventajosa, no sólo en el trabajo sino en la vida.

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