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Contra el nacionalismo
Por: Mauricio García Villegas | octubre 17, 2006
En el siglo XVI, Europa vivía en una situación de zozobra e inseguridad debido a las guerras religiosas. Luego de mucha sangre derramada, las facciones en pugna optaron por entregar todo el poder al Rey y a su ejército. Ese fue el origen de los estados nacionales.
Después de haber logrado pacificar la sociedad, los Estados consiguieron cosas aún más extraordinarias: democratizar el poder político, separar a la Iglesia de los asuntos públicos, proteger los derechos humanos, fomentar el desarrollo económico, imponer cierta justicia social…
Hoy, casi cuatro siglos después, el sentimiento de inseguridad y zozobra renace en todo el mundo. Las guerras de religión, que parecían asunto superado cinco siglos atrás, han regresado con fuerza diabólica redoblada. El peligro de un desastre ecológico parece inevitable. La desigualdad entre pueblos ricos y pobres es cada vez mayor. Los muros destinados a separar poblaciones -que también creíamos superados- vuelven a construirse, con el apoyo de regímenes democráticos.
Incluso, principios básicos de la cultura política occidental, conseguidos con dolor en las revoluciones del siglo XVIII, están hoy siendo revertidos. Los Estados poderosos se comportan como ángeles en sus territorios y como bestias fuera de ellos. El mejor ejemplo es la propuesta del presidente Bush para legitimar la tortura como método de lucha contra el terrorismo.
Estamos lejos de encontrar una organización política mundial que integre a los Estados. Sería más fácil si el mundo estuviera amenazado por un poder militar galáctico. Pero el obstáculo mayor contra la superación del orden actual es el nacionalismo. Ese apego sentimental que experimentamos por un país y que nos conduce a creer -como diría George Bernard Shaw- que ese país es superior a los otros por el simple hecho de que nacimos en él. La gente vive engolosinada con la seguridad simbólica que le proporciona el pasaporte, así haya sido expedido por una nación paria. La euforia nacionalista tenía quizás sentido cuando los Estados vivían en guerra permanente. Hoy, en un mundo globalizado y jerarquizado, el afecto por las naciones es ante todo un artificio comercial y político. Lo cual no significa que el sentimiento que experimentan las personas no sea auténtico. Solo que no tiene fundamento, como en el caso del amor platónico.
Vivimos en sociedades con una cultura y una economía globalizadas pero nuestros sentimientos nacionalistas siguen siendo casi los mismos que inspiraron el tratado de Westfalia de 1648, cuando se ideó el sistema interestatal actual. Seguimos viviendo en la tradición de las monarquías soberanas del siglo XVI, decía Norbert Elias al final de su vida. Nuestro mundo es internacionalizado y desarrollado en tecnología, pero parroquial y subdesarrollado en instituciones y sentimientos políticos. Esta disparidad nos está conduciendo al colapso.
¿Qué tipo de organización necesitamos para superar la inseguridad actual? Nadie lo sabe, como no lo sabían quienes vivían en el siglo XVI en medio de las guerras de religión.
Pero esa ignorancia no hace menos urgente la búsqueda de una organización mundial más acorde con la interdependencia actual del mundo. Una organización cosmopolita que supere la vieja noción de soberanía estatal -real para los poderosos y simbólica para los demás- y que imponga un mínimo de cordura y democracia en el ámbito internacional. Sobre todo, una organización que logre arraigar la convicción de que los valores humanistas están por encima de los nacionalistas. O como dice Debra Satz, un mundo en el cual se reconozca que el valor moral de una persona no depende de las fronteras nacionales en las que vive.
Quién iba a pensar que en pleno siglo XXI todavía íbamos a estar añorando los valores del siglo XVIII.