|
Copenhague y la justicia ambiental
Por: Rodrigo Uprimny Yepes | diciembre 21, 2009
LOS RESULTADOS DE LA CUMBRE DE Copenhague sobre cambio climático han sido decepcionantes.
Había la esperanza de que se lograra, con el consenso de los 192 países participantes, un tratado vinculante, con compromisos verificables de reducción de las emisiones de CO2, a fin de limitar el calentamiento global. Lo único que se alcanzó fue una declaración no vinculante, elaborada en forma excluyente por las grandes potencias, que plantea la limitación del cambio climático, pero no precisa las medidas ni los plazos para conseguir ese propósito.
Los compromisos financieros de los países ricos para mitigar los efectos del calentamiento global en los países pobres fueron también decepcionantes pues resultaron mucho más bajos de lo esperado.
Este fracaso puede ser analizado de muchas maneras, pero hay una perspectiva que vale la pena enfatizar y es mirarlo a la luz de lo que algunos llaman la “justicia ambiental”.
Esta visión se desarrolló inicialmente en Estados Unidos en los años ochenta, cuando se constató que la degradación ambiental no afectaba por igual a todas las personas, pues los pobres y afrodescendientes soportaban mayores niveles de contaminación, en especial por desechos tóxicos. Algunos autores, como Roberto Bullard, plantearon entonces la siguiente tesis, que no por obvia deja de ser esencial: el deterioro ambiental no es neutro desde el punto de vista de la justicia distributiva, ya que hay grupos que enfrentan mayores riesgos y otros que son mayormente responsables de la contaminación.
Para la justicia ambiental, no basta entonces lograr el desarrollo sostenible. Es indispensable, al momento de definir las políticas ambientales, incorporar criterios de equidad, a fin de que los beneficios de la sostenibilidad y las cargas para alcanzarla sean justamente distribuidos entre todos y todas.
La justicia ambiental, que tenía que ver inicialmente con dinámicas locales o regionales en el plano nacional, ha adquirido también una dimensión internacional debido al cambio climático. La razón es ésta: los países desarrollados son los mayores responsables de la emisión de los gases que ocasionan el calentamiento global; pero los efectos más desastrosos del fenómeno se viven y se vivirán en los países más pobres, como aquellos de África Subsahariana, que enfrentan sequías cada vez más duras y recurrentes, a pesar de que emiten muy pocos gases invernadero. Es cierto que ahora China o India son hoy también grandes contaminantes pero su emisión per cápita sigue siendo mucho más baja que la de Estados Unidos o cualquier país industrializado.
Debido a lo anterior, hoy también se habla de la necesidad de una “justicia climática”. Es importante evitar el cambio climático pues sus efectos son graves para todos. Pero es necesario que los beneficios de lograr ese propósito y las cargas para alcanzarlo sean distribuidos en forma justa entre las naciones y los grupos sociales. Como los países más desarrollados son los más ricos y los que más gases invernadero emiten per cápita, tienen entonces el deber ético de asumir los mayores costos, a todo nivel, de las medidas que tengan que ser adoptadas para evitar el cambio climático. Pero el problema, como parece haberlo mostrado Copenhague, es que no existe acuerdo sobre cómo lograr ese reparto equitativo de cargas.
A pesar de la decepción, Copenhague tuvo un elemento positivo y fue el reconocimiento por todos de la gravedad del problema del calentamiento global. El debate ahora será en gran medida cómo distribuir los costos de enfrentarlo. De allí la importancia de enfatizar la perspectiva de la justicia ambiental.