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De la finca a la empresa
Por: María Paula Saffon Sanín | Septiembre 21, 2013
Sin duda, este gobierno es más decente que el de Uribe, que manejaba al país como el capataz autoritario de una finca y no tenía pudor en aceptar alianzas con fuerzas oscuras.
Santos ha intentado alejarse de lo más abiertamente ilegal del uribismo, y con ello ha recuperado algo del respeto al Estado de derecho que, al menos en el discurso, las élites políticas tradicionales se han preocupado por defender.
No obstante, es muy difícil ver en Santos al reformador profundo que merecería el rótulo de traidor de su clase que a él, al compararse con Roosevelt, le gustaría tener. Su postura frente al agro muestra que, para el presidente, el Gobierno funciona ya no como una finca sino como una gerencia empresarial destinada a maximizar las ganancias de los poderosos.
A pesar de manifestar su preocupación por el bienestar campesino, sus decisiones recientes muestran que Santos no se toma en serio las necesidades de los más desaventajados en la cadena de producción rural. Como lo han hecho siempre las élites, Santos ve en los reclamos campesinos un obstáculo a la eficiencia productiva e interpreta esa eficiencia de un modo que coincide demasiado sospechosamente con los intereses de los ricos.
El ejemplo más claro es el nombramiento de Lizarralde como ministro de Agricultura en pleno auge del descontento campesino. Involucrado en compras cuestionadas de baldíos y representante de Indupalma, Lizarralde representa mejor que nadie la visión del campo como un lugar que sólo puede prosperar si la economía campesina es remplazada por la empresa agroindustrial. Según esa visión, debido a su carencia de recursos, los campesinos sólo pueden participar en el desarrollo agrario si se endeudan y convierten en “socios” del agronegocio. Pero ese endeudamiento pone en riesgo su supervivencia y facilita que sus tierras sean absorbidas por el mercado. Como lo muestran los videos publicados por Coronell, ante los reclamos campesinos en ese sentido, Lizarralde, altanero, ofrece como solución que se endeuden más.
El problema de esa visión es que asigna a la intervención del Estado en la economía un rol mucho más restringido del que puede y debe tener. La producción rural puede aumentarse a través de esquemas distintos al desarrollo agroindustrial sin límites. Ello no lleva necesariamente a perpetuar el viejo país rural, como lo sugiere Rudolf Hommes. Si el Gobierno provee a los campesinos garantías legales para adquirir y mantener sus tierras y herramientas técnicas y de financiación para que puedan ponerlas a producir sin depender de la gran empresa, la pequeña propiedad puede volverse productiva y funcionar de modo concomitante. Una intervención tal puede financiarse con el cobro de impuestos progresivos, en especial a las tierras no explotadas. Y la productividad puede ser sostenible si el Estado invierte en la infraestructura e investigación necesarias para el desarrollo agrícola.
Para ello, sin embargo, el Gobierno no puede actuar como mero facilitador del enriquecimiento de los ricos, sino que debe tomarse en serio el mandato constitucional de garantizar que los más vulnerables tengan una igualdad real de oportunidades. Garantizar oportunidades reales para los campesinos es crucial para responder a su descontento, y también para el éxito de las negociaciones de paz. Esas oportunidades no son reales si la única opción de los campesinos es convertirse en deudores o peones de los ricos, y no en propietarios y productores autónomos.