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Decir conflicto armado
Por: Luz María Sánchez Duque | Mayo 13, 2011
Una frase del presidente Santos y dos palabras en la ley de víctimas bastaron para revivir la andanada ideológica en contra del reconocimiento del conflicto armado interno. La reacción de Uribe resultaba exagerada si se advierte la razón pragmática de tal reconocimiento: delimitar el alcance de la ley de víctimas. Y más exagerada aún si se recuerda que, durante su mandato, Uribe sancionó sin problema las leyes que prorrogaban la Ley 418 de 1997 que también acude a la noción de conflicto armado interno para definir qué víctimas tienen derecho a recibir asistencia humanitaria.
Pero al mismo tiempo, la reacción es apenas comprensible si se advierte que el lenguaje fue una de las armas de confrontación fundamentales en la política de seguridad democrática. La sustitución de la noción de conflicto armado interno por la de amenaza terrorista obedecía a varios propósitos: invisibilizar por completo el componente político de las guerrillas reduciéndolas a su más perversa dimensión criminal, inscribir el enfrentamiento contra estas en el marco de la lucha internacional contra el terrorismo, y negar la aplicación del DIH.
Los dos primeros puntos reflejaban una orientación particular de la política de seguridad. Después del 11 de septiembre se acentuó la idea del terrorista como aquel que más que infringir la ley, está completamente por fuera de ella. Por eso, se extendió la tesis de que para enfrentarlo, el Estado tendría también que actuar por fuera de la ley –basta recordar las chuzadas del DAS–, o por lo menos disminuir considerablemente las restricciones impuestas por esta –piénsese en el Estatuto Antiterrorista propuesto al inicio del Gobierno de Uribe–.
Por su parte, la negación de la aplicación del DIH, estaba conectada con dos puntos claves de la política de seguridad: involucrar a la población civil en el conflicto a través de figuras como las redes de cooperantes, y atacar la neutralidad enarbolada por algunas comunidades frente a las partes del conflicto.
Algo más que una disputa semántica estaba pues en juego con esta definición. Y por eso, por tratarse de algo más que del modo correcto de describir una realidad, ni Uribe ni sus asesores se preocuparon por ser cuidadosos en el uso de los conceptos. En su lugar, optaron por las tergiversaciones.
Dijo José Obdulio Gaviria en entrevista con la W que “el protocolo II de Ginebra asciende a fuerza beligerante a los partidos políticos de oposición levantados en armas”. Esto no es cierto. El artículo 3 común a los cuatro convenios de Ginebra es claro al decir que la aplicación del DIH “no surtirá efectos sobre el estatuto jurídico de las Partes en conflicto”.
Ni tampoco abre las puertas para el reconocimiento del estatus de beligerancia pues este requiere que el grupo se acoja al DIH y no solo que tenga la capacidad de acogerse a él, que es el requisito para tener la calidad de parte en conflicto. Y en todo caso, incluso si se dan los requisitos objetivos para el reconocimiento de este estatus, se trata de una potestad discrecional de los Estados que depende de otras variables políticas.
Reconocer el conflicto armado interno tampoco mengua el repudio ni la persecución de los actos terroristas cometidos por los grupos armados contendientes. Tampoco implica negar que los guerrilleros cometen delitos atroces. Y en lugar de legitimarlos, se refuerza el reclamo del respeto de las leyes de la guerra y se favorece la puesta en evidencia de los crímenes de guerra en que incurren.
Eran tan evidentes las tergiversaciones esgrimidas para oponerse al reconocimiento del conflicto armado interno, que los congresistas uribistas terminaron por darle la espalda a Uribe. Lo que no es claro es si el Gobierno será consecuente con este giro que implica por lo menos tres cosas: respeto irrestricto a la legalidad, compromiso con la garantía del DIH y disposición para la búsqueda de salidas políticas al conflicto.
Es tal vez este eventual giro –y no la improbable concesión de un estatus de beligerancia– lo que explica la reacción de Uribe durante la última semana. Para él, al parecer, el respeto al DIH y a la legalidad anuncia la debacle de la política de seguridad democrática.