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Del Chocó al Chicó
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | abril 15, 2007
Quién lo creyera: Chocó está de moda. Tras el trágico escándalo de la muerte por física hambre de 49 niños en tres meses ?que se suman a las muchas más de los meses y años anteriores de las que nunca nos enteramos?, todo el mundo opina sobre Chocó. Que es un departamento inviable que hay que repartir entre sus vecinos, sugieren algunos. Que no es que no haya plata, sino que se la roban los políticos, dicen otros. Que el asunto es de gerencia, tercia el despistado gobierno.
Increíblemente, de lo que nadie habla es lo que dicen a gritos todas las imágenes que acompañan las noticias sobre Chocó: que el color de la piel de las víctimas del hambre es negro. Negros los niños desnutridos que posan para las fotos con sus barrigas de pelota de fútbol. Negros los padres que los lloran ante las cámaras. Oscura también la piel cobriza de los indígenas de los videos, varados en medio de la nada y tomando el agua de alcantarilla del Atrato.
Que nadie hable de semejante elefante (no blanco, sino negro) dice más que toda la tinta que se le ha gastado al tema. Porque el silencio colectivo es el mejor síntoma de los males sociales más profundos, de aquellos que están tan enquistados que todos ignoramos o negamos.
Y el mal en este caso no es otro que el racismo que atraviesa la sociedad colombiana, desde el Chocó hasta el Chicó. Se trata, sin embargo, de dos racismos distintos. El de Chocó es el racismo del apartheid geográfico: el de las formas sutiles y no tan sutiles de segregación espacial que mantienen a los afrocolombianos en zonas marginales del país y de las ciudades. Es el racismo de Cali, con su negrísimo barrio de Aguablanca, tan segregado como los ?townships? surafricanos donde la población negra fue confinada por el Estado en tiempos del apartheid. Es el racismo del barrio Nelson Mandela de la turística Cartagena. Y el del mismo Chocó, con su 85 por ciento de la población afrodescendiente y un índice de desarrollo humano que compite con el todavía más negro Haití.
De ahí que el movimiento y los académicos afrocolombianos hablen de un ?racismo estructural?. Como lo dijo Carlos Rosero, líder del Proceso de Comunidades Negras, al comentar el escándalo chocoano: ?los municipios más pobres y atrasados del país tienen rostro, el de negros e indígenas que han vivido en una desigualad histórica que no se resuelve con medidas coyunturales.?
Lo del racismo estructural no es un cuento. Basta ver el informe de la misión más reciente de la ONU sobre el tema en el país, que se basa en cifras del propio gobierno. Las tasas de analfabetismo y de mortalidad infantil entre los afrocolombianos son tres veces más altas que las del resto de la población. El 76 por ciento vive en la extrema pobreza, y el 42 por ciento no tiene empleo. Y el sistema educativo reproduce eficazmente semejantes desigualdades: sólo 2 de cada 100 jóvenes afros llegan a la universidad.
Si pasamos del Chocó al Chicó, el racismo cambia de forma, pero es tan profundo como el del apartheid geográfico. Es el racismo de los dueños de las discotecas ?bien? que les dan órdenes a sus ?bouncers? para que ?no dejen pasar negros?, como siguen haciéndolo en Cartagena, a pesar de las tutelas. También el que es obvio en la blancura de casi todas las esferas del Estado y del sector privado en las que se toman las decisiones que importan. Y el que sale a relucir en comentarios a revistas como ésta (?negro con hambre no trabaja, y lleno, menos?, respondió un lector a un blog que escribí sobre el tema), o en tantas opiniones en programas radiales (?negro que no la hace a la entrada, la hace a la salida? fue toda la crítica que atinaron a hacer varios en La W a la salida en falso de Piedad Córdoba en México).
Lo que tienen en común los dos racismos es que echan por tierra el cuento del paraíso racial colombiano. Se trata nada menos que de uno de los mitos fundacionales de la identidad colombiana, como lo muestra el historiador Alfonso Múnera en su libro Fronteras imaginadas: ?el viejo y exitoso mito de la nación mestiza, según el cual Colombia ha sido siempre, desde finales del siglo XVIII, un país de mestizos, cuya historia está exenta de conflictos y tensiones raciales?.
Si el escándalo de Chocó nos baja de esa nube, de algo habrá servido. De lo contrario, a la tragedia de la pobreza y el hambre seguirá atada la de los racismos que se reproducen con idéntica fuerza en el Chocó y en el Chicó.