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Derechos humanos cosmopolitas
Por: Mauricio García Villegas | noviembre 8, 2024
1. El amor por la patria suele ser una emoción muy fuerte, más fuerte que el amor por la humanidad. Ondear las banderas del grupo suele ser una pasión más arrolladora que el amor abstracto por la especie humana. Una prueba histórica de esto es que la Ilustración, el marxismo e incluso el liberalismo tuvieron que ceder en sus aspiraciones de hermandad universal ante el espíritu patriótico de los nacionales. La razón universal, que tanto anhelaba Condorcet, la unidad internacional de la clase obrera, que inspiraban a Marx y a Engels, y el poder del libre comercio para sembrar la tolerancia entre los pueblos, que esperanzaba a Adam Smith, han sido ilusiones humanistas avasalladas, entre muchas otras, por la fuerza arrolladora del sentimiento patrio.
Algo similar ha ocurrido con los derechos humanos. Su vocación humanista y transnacional, más allá de la distinción de grupos y de divisiones sociales, se ha visto reducida por las dinámicas nacionales, por las luchas políticas al interior de los países, que lo absorben casi todo e impiden ver la imagen ampliada, por encima de las fronteras, del padecimiento humano.
2. América Latina ilustra lo que acabo de decir. Los países están cada vez más conectados y las poblaciones son cada vez más interdependientes, pero las luchas por los derechos humanos están confinadas al interior de las fronteras, entre otras cosas, porque el horizonte político de todos los pueblos es el nacional, no el regional y mucho menos el universal. Al parroquialismo de estas luchas se suma la inoperancia de las instituciones regionales. Estas dos cosas, globalización de facto y debilidad del derecho regional, se combinan para crear un déficit de protección en derechos humanos; tenemos instituciones locales para resolver problemas regionales. Doy algunos ejemplos: las migraciones son un fenómeno creciente, que causa padecimientos terribles a cientos de miles de personas, pero reciben una protección parcial e insuficiente por parte de las autoridades nacionales; el deterioro de la fauna y de la flora continentales seguirá su curso ineluctable mientras sigan siendo atendidos por los endebles organismos que actualmente existen en el nivel nacional; la protección de la Amazonía será un fracaso, como lo ha sido hasta ahora, mientras no reciba una atención supranacional que obligue a los países concernidos a adoptar políticas de Estado, por encima de los intereses de los partidos políticos, con vocación de largo plazo y de eficacia; el narcotráfico es un cáncer que se extiende por todo el continente: su capacidad para corromper a la clase política, para inculcar la cultura del incumplimiento de las leyes, para drenar los recursos públicos en una guerra absurda y para difuminar la violencia social y política es cada vez mayor, en buena medida porque se trata de un fenómeno trasnacional que solo puede ser enfrentado de manera efectiva con políticas globales alternativas al prohibicionismo o, por lo menos, con políticas regionales fortalecidas en el control de las mafias; por último, pero hay mucho más, la economía del continente seguirá siendo muy débil, casi invisible en el contexto mundial (y, como consecuencia de ello, la protección de los derechos sociales) mientras no se abran las fronteras, se cree un mercado de libre circulación de bienes y personas, con una moneda común y unas instituciones regionales y efectivas de regulación económica. América latina se conoce como “el continente olvidado” (The Forgotten Continent) y esa falta de presencia proviene, en buena medida, de tener una sola nación (la misma lengua, el mismo pasado, la misma cultura) fragmentada en muchos pedazos, todos ellos muy débiles, pero que juntos podrían representar un poder importante que tendría visibilidad y mejoraría las condiciones de vida de sus habitantes.
3. La cultura de los derechos humanos ha sido moldeada en las luchas de sus militantes contra los regímenes despóticos que han imperado en el continente. Cuando el despotismo ha sido de derecha, esos luchadores se han inclinado por asociarse con los grupos de izquierda y viceversa. Pero la defensa de los derechos humanos es una tarea cosmopolita, que no obedece a ningún partido ni a ninguna ideología (lo vemos en Venezuela y en el Salvador) ni se limita a desenmascarar un ejército nacional o un tirano. Sin embargo, es una empresa universal, sin víctimas ni victimarios específicos. Por estar enfrascadas en el ámbito nacional, esas luchas están dejando por fuera una cantidad de padecimientos originados en ámbitos supranacionales, para los cuales no existe la institucionalidad que permita protegerlos. Las campañas de derechos humanos nacionales han sido, con mucha frecuencia, heroicas y deben continuar, pero deberían ser ampliadas o complementadas con luchas globales.
El llamado que hago en este texto es doble: por un lado, a fortalecer la dimensión cosmopolita de los derechos humanos, a no dejarse opacar, o limitar, por las pasiones que mueven la política nacional, a ampliar las miras, a incluir otros pueblos y a sensibilizarse con otros sufrimientos; por el otro, al fortalecimiento de las instituciones internacionales y del derecho internacional, de tal manera que se haga visible el déficit que actualmente existe de protección regional de los derechos y se desencadene un movimiento en favor de su efectiva protección. Quienes trabajan en derechos humanos deberían unirse en pro de causas regionales. Tal vez una manera más efectiva, o en todo caso complementaria, de acabar con el despotismo populista en la región es sometiendo esos gobiernos al control de instancias internacionales justas y operantes. A eso me refiero cuando hablo de derechos humanos “cosmopolitas”, una redundancia que parece necesaria por los días que corren.